La Chica Diploma está preocupada porque dan lluvia todos los días. Tal vez preocupada no sea la palabra, simplemente decepcionada. Una pena. Adiós paseos junto al mar, adiós Barcelona en lunes. A mí no me parece tan grave porque la lluvia puede caer mucho rato pero se entiende que no va a caer siempre. Habrá respiros. Habrá treguas. Y, a las malas, queda una decadencia a lo Bolaño, una decadencia "El Tercer Reich" de pueblo de playa en invierno, el cielo gris confundiéndose con el mar, algo parecido a una bruma por la mañana que se va despejando (o no) según avanza el día.
A la Chica Diploma no le va la decadencia Bolaño y no la culpo por ello. Hemos cogido una habitación con terraza. También es bonito ver llover sin mojarse. Lo bello y lo sublime. Una tormenta espantosa, brutal, chuzos de punta, y nosotros ahí, mirando, hipnotizados, desde nuestro cuatro estrellas, como buenos burgueses, como personajes de Cheever. En mi mano, un libro de Wenceslao Fernández Flórez. En la suya, la tablet, alguna serie de Netflix, tal vez Movistar Plus. La vida como una canción de Tom Petty que cantaste hasta las lágrimas cuando tenías quince años.
En Sitges he estado varias veces. La primera de todas, la iniciática, fue un día de invierno con lluvia. O eso recuerdo. Si no llovió, estuvo a punto. Y fue precioso. Me despedía como se despedirá el Niño Bonito de sus compañeros de campamento dentro de unas horas, todo para volver a juntarse al día siguiente. Solo que para mí no había día siguiente, había un auditorio enorme -yo quería reservar el Meliá Sitges porque yo soy de ese tipo de persona que vuelve a todos los lugares donde ha sido feliz, como si solo en ellos se sintiera realmente a salvo- y había un paseo marítimo y había algo parecido a una camaradería, no sé explicarlo.
Luego, Sitges se convirtió en lugar de paella con Sandra, con Dani, incluso con Fer... pero eso eran casi siempre viajes veraniegos, festivos, de calor y moscas. Sandra reservaba y Dani me llevaba en coche. Puede que estuviera también con B. en alguna ocasión. Tiene sentido teniendo en cuenta que pasamos diez días juntos en Casteldefells. No lo recuerdo, en cualquier caso. Recuerdo los días con bastante precisión: el Mundial de Japón, el Show de Cándidos, una derrota de Federer contra Murray cuando Murray tenía diecinueve años, algún escalope al lado de la playa, las bolsas del supermercado y la sonrisa de perro abandonado cuando ella volvía del trabajo justo para comer juntos. Pero lo de Sitges no, no lo recuerdo.
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El Rey Sol es oficialmente un bicho. Se siente orgulloso de ello, además. Corre hasta la pared más lejana cuando le dices que le vas a cambiar el pañal y, una vez rodeado, se tira al suelo y ejerce su derecho a la resistencia pasiva. Cuando le dices algo que no entiende dice "no" y luego dice "sí", para mantener el suspense. En ambos casos, acaba sonriendo, con esos dientes descolocados de niño de dos años con la manía de meterse el pulgar en la boca. Le gustan los coches y los vídeos de YouTube con animales y bebés. Le gustan los animales y los bebés, en general, en cuanto ve un carrito, se detiene el mundo.
Dice su profesora que en clase abraza a todos los compañeros, pero que a algunos no les gusta. Hay algo confuso en el Rey Sol: es el más pequeño con diferencia (nació un 21 de diciembre), pero lo suple con un tamaño y un entusiasmo propios de cualquier otro mes, cualquier otra edad. Les abraza y les empuja. Les abraza y les tira. Los primeros días, volvía a casa con algún arañazo en alguna parte de la cara. Se ve que la civilización va llegando a ese aula y han aprendido a quererle como es.
Pero ¿cómo es el Rey Sol? ¿Es el niño eufórico de las nueve de la noche, empeñado en bailarlo todo con su hermano mayor, o es el niño más bien taciturno, digamos que autosuficiente, de algunas mañanas juntando bloques de Lego? Ni idea. El Rey Sol se va haciendo y simplemente no estamos acostumbrados a ese ritmo. Para cuando quisimos darnos cuenta, su hermano ya estaba hecho, listo para los zoológicos y las patrullas caninas. Dispuesto a huir de Bob Esponja y hacer puzles de Peter Pan. El Rey Sol será lo que sea pero no tiene prisa. Él es feliz así, a su ritmo. Todos los demás buscamos señales de madurez en cada cosa que hace, pero esa es una urgencia nuestra que no va con él.
Él, cuando viene A., se mete en el cuarto de su hermano e intenta pertenecer. Él chapurrea un idioma imposible que ya tiene que intuir que nadie entiende. Él es enfático, eso sí. Enfático e insistente. Si su hermano es una terraza de Sitges mientras llueve, él es la tormenta.
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Café con L. en Alonso Martínez. No me gusta mucho hablar de L. porque intuyo que a L. no le gusta que hable de ella. Pero, bueno, café con L. en Alonso Martínez, dos horas de tregua y un poco de terapia. Las responsabilidades y la incapacidad de gestionarlas y el peterpanismo y todo eso. En la mesa de enfrente, se sientan un grupo de viceversos o aspirantes a viceversos, no sé. "El futuro está en el trono", como aquel corto que planeé en 2010 o 2011, cuando hacía esas cosas. La historia de una chica que venía a Madrid a participar en un programa de televisión y Madrid, para ella, era como Manhattan para cualquiera que vea los dos primeros minutos de la película de Woody Allen. Voz en off y blanco y negro.
No sé si llegué a hablar con alguien para que se encargara de la fotografía. Yo creo que era una idea bonita y que, como casi todas las ideas bonitas, era muy cara. Eran los años del Notodo, años curiosos y llenos de creatividad. Todos queríamos hacer algo. Todos. Yo rodé mi propio corto y preparé el siguiente. Teníamos los actores y el equipo y nos reunimos varias veces, creo recordar, en una calle del barrio de Tetuán y en un bar de Malasaña. No recuerdo en qué acabó la historia, o, más bien, no recuerdo por qué la historia acabó en nada. Alguien discutiría con alguien. Alguien -probablemente, yo- no se sentiría a la altura del reto.
Entre L. y yo hay más de diez años de misterio. Diez años de vida no compartida y eso incluye los años de los cortos y los de Castelldefels. Todo, cuando se le cuenta a L., es en rigor nuevo. Quiero pensar que todo lo de L., cuando me lo cuenta a mí, tiene el atractivo del que cuenta de nuevo su historia. "Sicilia, 1914...". No sé. No quiero hablar de L., ya lo he dicho. Los chicos viceversos se multiplican y se dividen. Unos skaters amenazan con tomar la plaza. Hay algo pesado en el ambiente, una mezcla de viento y sol. Son las cinco de la tarde, luego las seis. No hay prisa. L., supongo, representa el mundo antes de la prisa. Un mundo bonito. Un mundo feliz.