jueves, agosto 08, 2019

Vida de chalet II. Nadie es perfecto


Hay algo mágico en las conversaciones entre Hellmuth Karasek y Billy Wilder y supongo que es el uso del tiempo presente. El libro está fechado entre 1986 y 1994, año de su publicación y año en el que Fernando Trueba ganó su Oscar. Wilder no moriría hasta 2002, a los 96. La memoria de Wilder, además, es prodigiosa: todos aquellos recuerdos de la Viena imperial, del entierro de Francisco José, de la crisis de los años veinte, los burdeles camuflados, sus primeros escarceos como periodista de gran inventiva...

En Berlín trabajó de guía turístico hasta que le echaron y de “negro” en diversos guiones de la UFA. Luego, por supuesto, el éxito, pero el éxito se puede contar de mil maneras. Choca, ya digo, que alguien lo cuente en presente desde el pasado y en vida desde la muerte. Impresiona en 1994 y deslumbra en 2019, cuando se cumple un siglo de aquella visión del pequeño Otto de Habsburgo desfilando solo tras el féretro de su tío bisabuelo mientras todo un mundo, como diría Zweig, se venía abajo.

Le beneficia al libro su división en muchos capítulos de pocas páginas. Es lo mejor cuando se está ante un narrador de anécdotas. Para qué enrollarse. Cortita y al pie. Entre las virtudes de Karasek está la de saber echarse a un lado y entre las de Wilder está la de no abrumar. De hecho, se nota el cuidado del elefante por no aplastar a la hormiga, que bien puede ser el biógrafo como puede ser el lector. Wilder se sabe demasiado grande para un solo libro y conoce las posibles consecuencias. El resultado es delicioso. Uno no es el mejor guionista de la historia en vano.

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Las piernas del Niño Bonito. Dice mi madre que son las piernas de un niño que se va haciendo mayor. Es posible. Desde luego, ha entrado en esa edad indefinida en la que es demasiado pequeño para algunas cosas y demasiado grande para otras. Cardenales en la tibia, arañazos en el gemelo, picaduras de araña por las rodillas y un espíritu de aventurero que vive su primera semana sin pañal en la cama con resultados desiguales.

La sonrisa del Niño Bonito. Una sonrisa enorme, franca, de satisfacción incamuflable cuando descubre en un rincón de la tienda los álbumes de la liga y en el otro rincón, recién abiertas, las cajas con sobres y sobres llenos de cromos. La ansiedad del Niño Bonito al colocar en su sitio a jugadores del Mallorca, del Osasuna, del Granada, de equipos que ni siquiera conoce. Ese maravilloso universo en el que lo único que cuenta, durante cinco minutos, es cuántos jugadores del Celta han salido y cuántos quedan por salir del Betis. Con quién va a cambiar los primeros repetidos.

¿Cómo no reconocerse? Yo tuve esas piernas como tuve esa sonrisa y esa ansiedad con esa misma colección pero en cromos de cartón que había que pegar con barra y apretar en las esquinas. La pulsión del quiosco. Mi tío Pancho regalándome 40 duros en sobres de los Pequeñecos o de lo que fuera. El olor a pegamento de los álbumes acolchados.

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En un momento dado, Pepe le pregunta directamente a la Chica Diploma por su vida. Me gustaría poner la frase exacta pero no la recuerdo. Era bonita, elegante. La Chica Diploma se sonroja porque está acostumbrada a hacer ella las preguntas y ser ella la que escucha y se la nota un poco perdida: no sabe por dónde empezar pero agradece el gesto. Es normal. Siempre es bonito que alguien pregunte por ti, sobre todo alguien que no tiene ni la más remota idea de quién eres. Un interés sincero, gratuito, que choca con el empeño de algunos en convertirla en un personaje de sus propias narraciones.

Estamos en un bar de Torrelodones. “La posada”, se llama. Un contraste entre las reformas y el rancio abolengo. Pepe insiste en que Torrelodones es la cima de la civilización occidental y lo dice con la misma seguridad con la que dice todo, incluso lo que no piensa de verdad. Un hombre a prueba de polígrafos. Su anécdota favorita es: “Cerca de donde vivo hay un casino, un puticlub y una iglesia. La única que pone anuncios es la iglesia, que es justo donde no va nadie”.

El paseo nos lleva por todo el pueblo e incluye el instituto, el polideportivo y el centro de salud, que de hecho es probablemente lo que define a la civilización occidental contemporánea. A lo lejos, aislada en lo alto de una ladera, como sacada de un cuento de Poe, nos vigila la antigua mansión de los Franco Bahamonde, “el canto del pico”. A la Chica Diploma le da miedo. Es muy curioso lo nuestro. Curioso que los dos tengamos tantos miedos y casi nunca coincidan. Nuestros hijos se van a pasar la infancia desactivando bombas sin saberlo. No es una perspectiva demasiado halagüeña así que al menos intentaremos rodearles del mejor paisaje.