La primera vez que fui a un estadio de fútbol tenía ocho años. Estoy casi seguro, aunque me puede fallar la memoria. Todo apunta a un Real Madrid 3- Racing 0 en el Bernabéu con Míchel medio debutando y Pancho y yo riéndonos mucho de él porque el pobre, nervioso perdido, no daba una. A mi hijo, la oportunidad le llegó con cuatro años menos y la aprovechó mejor porque a él le gusta ya el fútbol mucho más de lo que a mí me gustará jamás. Ahí se plantó en el palco del Metropolitano, tarde de sábado, haciendo el caso justo a las tentaciones en forma de patatas, zumos de piña o jamón ibérico y concentrado en cada jugada de Atlético de Madrid y Valladolid.
El partido, por si no lo recuerdan, acabó 1-0 y el gol fue en propia puerta. Es decir, un partidazo impresionante. El tío no nos perdonó ni un minuto de descuento, preocupado como estaba de que a Jan Oblak le metieran algún gol. Lo bueno de todo, además, es que el Niño Bonito no es del Atleti, por mucha camiseta y pantalón que llevara orgulloso por las inmediaciones. El Niño Bonito es del Atleti, del Madrid, del Barcelona, del Rayo, del Getafe, del Leganés, del Eibar y en algún momento ha sido del Valladolid y del Sevilla pero, no sé por qué, se le ha pasado. De seguir este camino, el Niño Bonito conseguiría el milagro de poder disfrutar de cualquier competición sin odios y con la seguridad de que va a poder celebrar cualquier triunfo, del equipo que sea.
Aún más emocionante es que el que nos invitara al Wanda fuera precisamente Pancho, el mismo que me hizo debutar en el Bernabéu pese a todas sus convicciones. Y no solo eso, sino que él también se acordara de aquel partido contra el Racing, incluso del resultado, sin necesidad alguna de confirmarlo en internet (cosa que, en cualquier caso, también hicimos). Porque yo a mi tío le echo mucho de menos y me hizo muy feliz durante aquellos años en los que compartimos casa e incluso después, cuando venía de visita y mi abuela se volvía loca de alegría y había cuarenta duros en cromos o pegatinas para chapas o partidos del Estudiantes en el Magariños. Y como no me atrevo a decírselo en persona a él -los dos tenemos muchos años, somos ya dos señores responsables- lo pongo aquí en confianza de que algún día lo lea o alguien se lo cuente.
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Hablando del Niño Bonito... Mis cuarenta y dos años empiezan en su clase, con unos quince micos de cuatro-cinco años delante escuchándome leer un par de cuentos. "Peppa Pig at the museum" y "The three little pigs" en una versión algo extraña. Los leo en inglés pero se enteran perfectamente, alguno incluso me contesta con una pronunciación perfecta. No solo no es un apuro sino que me quedaría toda la mañana leyéndoles y leyéndoles como le leo por las noches a Álvaro las (a menudo incomprensibles) historias de Winny-the-Pooh, Christopher Robin, Porquete, Conejo y compañía.
Al lado de mi silla, además, han colocado una para él, para que también se sienta un poco protagonista, y de vez en cuando se acerca a mí y me pone la cabeza en el hombro y me intenta abrazar o dar besos incluso en mitad de la lectura, como si quisiera decirles al resto de los niños: "Os lo presto un rato... pero es mío". Y los niños se ríen y se acercan a ver los dibujos y muestran ese agradecimiento exclusivo de los niños felices, siempre contentos, siempre atentos a cualquier tontería que les puedas decir. "El otro día marqué un gol con la pierna así", me dice Hugo, que recuerda alguna conversación que hayamos tenido al respecto mientras Manon me da un beso e Irene se pega a mi pierna cuando leo.
Por supuesto, todos ellos olvidarán este día y estos cuentos. También lo olvidará mi hijo y es muy probable que incluso lo olvide yo. Pero el objetivo, por una vez, no era hacer historia sino estar ahí, solo eso. Instant street. Un montón de chulapos y un tío raro con barba hablando como un presentador de la BBC.
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Sigo con la manía de leer dos libros a al vez. Uno en casa y otro en el autobús a Valdemoro. Leí "El director", pero no tengo mucho que añadir a lo que se viene diciendo. A mí me gustó pero yo tengo una relación muy revanchista con el mundo y especialmente con el periodismo, así que es normal que me gustara. Leí "19 días y 500 noches" y me pareció que Juan Puchades hacía un excelente trabajo y conseguía formar un relato coherente sobre esa época sin caer en tremendismos, cosa que se agradece. Si está ahí toda la verdad o no lo tendrán que decir sus protagonistas, aunque ya les voy adelantando yo que no y que probablemente Puchades no tenga la culpa.
Leí más cosas pero las he olvidado, así que supongo que será por algo. Ahora mismo, estoy con "Todos te quieren cuando estás muerto", de Neil Strauss, publicado hace (muchos) años por Contra y, por refrescar la mente un poco, una biografía de Bernard Hinault en inglés, escrita por William Fotheringham, el hermano de Alastair, otro loco de las bicicletas. Con todo, he tenido tiempo incluso para releerme a mí mismo: el Compendio Deportivo que publiqué en Debate hace cinco años y que fue un fracaso comercial con mayúsculas. Me gustó. Me pareció bastante mejor de lo que me había parecido en su momento. Tanto que me animé a mandarle un mensaje a Miguel Aguilar haciéndoselo saber. Afortunadamente, él pensaba lo mismo.