martes, febrero 24, 2015
Los buenos
Si pienso en qué ciudad, sin contar Madrid, he sido más feliz, probablemente me encuentre con San Sebastián. Es raro, porque igual que Santander o Barcelona o incluso algunas partes de Málaga se han dejado conocer, han tenido ese punto amistoso de permitir que me sintiera como en casa, San Sebastián siempre ha mantenido una distancia casi maleducada, como un niño que entra en un museo y se empeñan en recordarle cada cinco minutos; "No toques nada, no lo vayas a romper".
Sin embargo, ha sido así, y se podría decir que nada he tenido yo que ver en ello: mi madre y Gure decidieron pasar un mes allí en 1988, tardes en el Aniceto viendo a Perico Delgado ganar su único Tour. Mi hermano y sus amigos se apuntaron al festival de cine y me limité a unirme a la fiesta: pisos alquilados con futuros Premios Goya en el Barrio Antiguo, al final de una cuesta interminable, y pensiones en la calle Easo.
De San Sebastián era, pura casualidad, una de mis ex novias y ahí pasamos cinco días de verano, ella luciendo bikinis negros por Zurriola y yo visitando oftalmólogos.
Mi primer viaje con la Chica Diploma fue a Guadalajara, pero el primero de verdad, de los de coger el coche y tirar millas fue a San Sebastián. Concretamente, a un concierto de Vetusta Morla. Tres años después, entiendo la elección del grupo pero no veo tan clara la de la ciudad. No hemos vuelto a hablar de ella, no es un tema recurrente en nuestras ensoñaciones viajeras. Quizás a ella le pase lo mismo que a mí: siempre se ha sentido de paso, una sucesión de "one night stands" que pueden durar semanas pero no dejan de ser aventuras.
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Le envío un email a Iñaki Uriarte por una cosa de Borges, en concreto de nuestra admirada Matilde Urbach. No tiene demasiada importancia pero se lo hago notar y me comprometo a mandarle el enlace en el que Borges explica la rectificación del poema, el cambio de "abrazo" por "amor". Luego, una vez Iñaki me contesta -"eres el primer lector que me hace esa observación, no sabía nada"- ya mi afán investigador va menguando y pienso en el placer que sería escuchar de nuevo las dos entrevistas con Soler Serrano pero a la vez en el coñazo que sería pasarme una de mis dos tardes libres haciendo de arqueólogo. Al final, le mando un enlace a un post en el que repito exactamente lo mismo que le he contado por email. Él, amable, vuelve a responderme. Tengo la sensación de que a ninguno de los dos nos gustan los excesos cara a la galería.
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Jordi Pujol Ferrusola declara en el parlamento catalán su profunda amistad con Artur Mas y cómo está convencido de que, llegado el momento en el que necesite ayuda, Mas levantará el teléfono o contestará el mensaje. Un imputado y un presidente de gobierno mandándose mimitos a la espera de la entrada en la cárcel por un delito económico. ¿Dónde demonios habré visto eso yo antes?
Curiosamente, el comentario, que no sé si era un acto de sinceridad o una amenaza velada, no ha trascendido demasiado en la prensa, quizá porque nadie tiene claro que Artur Mas vaya a seguir ahí cuando Pujol Ferrusola necesite marcar su número de teléfono.
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Aparte de Sergio Busquets, el otro gran tema de mis conversaciones con Diego Salazar era la depresión. Los dos habíamos pasado por ello y coqueteábamos con la recidiva. Parecíamos estar de acuerdo en que uno de los primeros síntomas era el insomnio por la noche y el sueño horrible por la mañana. No te quieres acostar cuando debes sino que te dedicas a hacer cualquier cosa que no exija demasiado y por la mañana no quieres levantarte, de hecho preferirías pasar el día dormido o al menos acostado.
Supongo que este síntoma se podría resumir como una renuncia al cambio: si ya estoy despierto, que me quede como estoy. Si he conseguido dormir, ¿para qué esforzarme en levantarme y hacer algo?
Los demás síntomas ya son confusos. Por ejemplo, este cansancio atroz, esta mirada perdida, esta culpabilidad cada vez que la Chica Diploma se viene abajo por verme así. Las vueltas y vueltas por la Colonia Conde de Orgaz sin conseguir encontrar lo que busco y la sensación de profunda frustración cuando llego a casa y me doy cuenta de que he perdido casi dos horas de mi vida en una tontería enorme, una frustración que me lleva, como a los niños, a meterme en la cama sin comer ni nada, enfurruñado. Para eso, sinceramente, podría haberme puesto con lo de Borges.