lunes, julio 08, 2013

Viajar a casa de tu padre cuando tu padre ha muerto


Cuando le preguntaba a Aitana si podía acompañarla al metro a la salida de clase, ella me contestaba "No sé, ¿puedes?" y a mí la cara se me ponía roja y los papeles quedaban bien repartidos en la obra. Es curioso que años después esa frase la haya utilizado tantas veces para explicar los distintos usos del verbo "poder" en inglés, sus distintas traducciones, y es curioso que me haya encontrado casi con la misma frase, con la misma situación al menos releyendo mis "Pequeños objetivos", ese librito que da nombre a este blog y que jamás estuvo a la venta cuando, probablemente, sea la edición más bonita que jamás me han hecho, cortesía de Enrique Redel.

Son las horas previas a un viaje extraño. La Chica Diploma me pregunta si estoy nervioso pero esa no es exactamente la palabra, que se acercaría más a "confuso". Cuanto más leo sobre mi pasado, por cierto, más quiero a la Chica Diploma, pero ese es otro tema; el tema del que estábamos hablando es que en una hora y media me voy a Santander y será raro estar en Santander, en casa de mi padre, sin mi padre, repartiéndonos con un notario de por medio su dinero, su casa, sus acciones, sus recuerdos... Santander sin papá y dentro de unos meses, probablemente, Santander sin el Racing, es decir, sin mi adolescencia.

El primer partido al que fuimos juntos creo que fue en junio de 1993, un Racing-Español en el que ambos equipos se jugaban una plaza en Primera División. Años de promociones inventadas por el mítico Irigoyen. La ida, en Sarriá, había acabado 0-1, gol de Michel Pineda, y la vuelta se había inventado para celebrar, por lo que en plenos exámenes cogí un autobús y me planté con papá, con Mercedes y con unos amigos en El Sardinero. A mi padre no le gustaba el fútbol. Coqueteaba con el Racing como coqueteaba con lo cántabro por un buscado sentimiento de pertenencia que le hiciera la vida más cómoda. El partido fue infame, pero el 0-0 valió para la celebración. En aquel equipo jugaban Ceballos y Sañudo, además del citado Pineda y un canterano llamado Chili, que hacía de delantero centro. Al año siguiente, creo, llegarían Zygmantovich, Setién, Radchenko, Merino y el nigeriano Mutiu, cedido del Castilla. Puede que esté mezclando fechas y nombres pero eso da igual porque esto no es un post sobre el Racing.

Es un post sobre mi padre y Santander, intentar entender la ciudad sin él, tal como aparece por ejemplo en "Mapa", de León Siminiani. Intentar entenderle a él, también, por supuesto, como ayer, cuando tuve una extraña revelación mientras leía a Tony Judt y recordé ese extraño mechón de pelo que le quedó a mi padre después de la radioterapia craneal. Hasta cierto punto, era ridículo. Un trozo de pelo casi en la nuca dentro de una cabeza completamente calva. Al principio, lo achaqué a una especie de desidia, pereza, rendición... muchas veces estuve a punto de pedir por favor que alguien le cortara esa especie de bigote inverso pero no lo hice por no molestar, porque no hay que crear problemas cuando ya hay suficientes.

Sin embargo, ayer lo entendí: mi padre nunca podría haberse cortado o afeitado ese pelo rebelde por la misma razón por la que en plena quimioterapia se empeñaba en juntar cuatro cabellos sueltos y hacerse una coleta: porque su pelo era él, porque su pelo era la seña de identidad, era la demostración de que seguía vivo, y de la misma manera que jamás conseguimos convencerle de que durmiera en la cama en vez de frente a la televisión, donde Chuck Norris y John Wayne sin duda le protegían de la muerte, hubiera sido cruel insinuarle que tenía que prescindir de lo único que quedaba de él en su nuca. Eso hubiera supuesto una rendición de verdad, una entrega definitiva.

Pero no, mi padre siguió luchando con su mechón en la nuca una batalla que estaba convencido de que iba a ganar porque todos somos inmortales hasta que se demuestre lo contrario. Luchó, murió y fue incinerado con ese mechón, es decir, luchó, murió y fue incinerado asegurándose de que no le confundieran nunca con otro, empeñado en ser él mismo hasta el último momento. Yo me permití vivir un año Frank Sinatra y mi padre se permitió morir a lo Frank Sinatra, que es un regalo aún más gozoso.

En fin, ya no queda hora y media, queda una hora. Solo faltaría que perdiera el tren. Lo suyo habría sido viajar en autobús, pero no lo habría soportado. Autobús a Santander para ir a casa de mi padre sin mi padre habría sido demasiado duro, porque nosotros reforzamos el vínculo entre las ciudades, el vínculo entre nosotros a base de zona de fumadores y bocadillos en Lerma, o viajes interminables escuchando a dEUS y pensando en la Eva Mitocondrial. Duro e injusto, en parte: ese viaje, ese autobús, no tienen ningún sentido sin él.