jueves, julio 11, 2013
Noche de carnaval
La noche en el Piquío no puede ser más decadente, como si se hubieran puesto de acuerdo en darme la razón o estuvieran dispuestos a hacerme un nuevo regalo de despedida ahora que, ya dije, no hay fiestas ni sangría ni escaleras sinuosas. Todo empezó en forma de paseo agotador, para no perder forma, desde el Ayuntamiento al Hotel Chiqui, con la tentación incluso de subir al faro, tentación que solo la oscuridad impidió. Supongo que necesitaba sentirme otro y eso solo se puede conseguir de La Magdalena en adelante, caminando en solitario como si fuera una contrarreloj, el mar siempre a la derecha, un escenario de Stefan Zweig a la izquierda.
Quise pasar por los Jardines, porque yo siempre visito las escenas de los crímenes que han compuesto mi vida y uno de ellos, muy banal si se piensa, fue espiar a mis compañeros de viaje en 2001 desde lo alto, ver su felicidad como algo que no me pertenecía, como algo, que, en parte, yo les había regalado para luego observarles desde la distancia. El Gran Gatsby. Espiaba, miraba el mar, el estadio, los hoteles... y hablaba con T., una conversación corta, sobre abuelos, que es lo que queda cuando has acabado con cuatro años y pico de amor incondicional.
Charlas de ascensor en bancadas modernistas.
Los Jardines, sin embargo, no se prestaban a la soledad: puestos con palomitas y helados, niños correteando y un escenario improvisado que anunciaba un carnaval. ¡Carnaval! Aquello era una rendición en toda regla, una recreación de "Gran Hotel", una apelación a la alta burguesía, la de los Aja y compañía, a que no renunciaran a ser sus bisabuelos, con el presentador tratando de usted a niñas de 12 años vestidas como Marta Larralde. Una pequeña rebelión de lo que siempre ha sido El Sardinero, un lugar de trajes blancos y faldas hasta los tobillos, con sus corsés y sus tirabuzones. No era un acto turístico, ahí no había Tadzios ni austrohúngaros algunos. Los autóctonos. Los señores. La rebelión de las élites que agonizan.
Por lo demás, el paseo fue un éxito: dos horas a todo trapo. El Chris Froome de Magallanes. Llegar a casa con la noche cerrada, el sudor cayendo -un sudor frío, esto es el norte- y los pies llenos de ampollas. Dormir mal y acometer una mañana de jueves llena de papeleos: notario, ayuntamiento, Hacienda, banco... sentirse algo así como Asterix, vulnerable e invencible a la vez frente a la burocracia cántabra, que, todo hay que decirlo, es bastante más asequible que la madrileña. Comienzos ásperos y despedidas felices. La sensación de que ya está, ya hay paz, ya hay paz... salvo que algo se tuerza en algún despacho.
Hicimos lo posible y lo hicimos bien y ese ha sido el resumen del último año, desde las primeras ecografías de hígado en Mompía. Pasar pruebas y confiar en aprobarlas sin pensar mucho en el resultado, solo que ahora, quizá, por una vez, el resultado sea positivo y dan ganas de llorar, sinceramente, llorar de agotamiento, porque este viaje a Santander necesariamente es doloroso y evitable. No importa lo que digan las crónicas ni los paseos ni las muestras de cariño. Yo no querría estar aquí y no querría pasar por esto y sé que los jerseys, los carnavales, la decadencia, Cañadío, la bahía... todo es la consecuencia de una causa atroz y obviamente no podré olvidarlo.
¿Saben cuando les pasa algo muy bonito que saben que recordarán siempre aunque en el momento quizá no lo disfruten del todo? Tengo la sensación, y no suelo equivocarme, de que este viaje será todo lo contrario, materia de psicoanálisis en cualquier momento. El lunes, quizá, a las 17,30 según la secretaria de mi psiquiatra.