miércoles, julio 10, 2013

El Tour en Santander


Hace diecinueve meses que besé a la Chica Diploma, doce que le detectaron el cáncer a mi padre y tres desde que murió en Madrid. Son tiempos de efemérides. Aunque el diagnóstico fue en torno al día 10, lo cierto es que no se confirmó y no tuve que viajar a Santander para hablar con él y planificar el futuro hasta el día 21. Estaba tan acelerado que me planté en Chamartín con mi billete para el día 20 y por los pelos no me quedo en la estación, con mi mochila, a las 8 de la mañana de un sábado.

Aquí me esperaba papá, bastante sereno. Como si no hubiera pasado nada. Seguía sus rutinas: manifestaciones anarquistas, comida en el bar de abajo, contrarrelojes en el Tour. Como no tenía mucho que decirle -básicamente no podía decirle la verdad y cuando no puedes decir la verdad el resto son eufemismos-, nos pusimos los dos en el sofá a ver al equipo Sky arrasar todos los tiempos. Historias que se repiten. A mi padre le gustaban el fútbol y el ciclismo. No tanto el baloncesto. Los demás deportes, en absoluto. Una vez vimos una etapa de la Vuelta que cayó en 14 de mayo, el día de mi cumpleaños. Me había prometido ir al Parque de Atracciones aquella tarde y eso que a él, el Parque de Atracciones era algo así como Soto del Real para Miguel Blesa, uno de esos lugares a los que es mejor no volver.

En aquella etapa, Parra y Delgado se jugaban la general y yo lo pasé tan mal con la tensión que me entró un dolor terrible de cabeza. Obviamente, la visita al Parque fue un desastre absoluto: yo no quería subirme a ningún lado, apenas podía enfocar y gasté todo mi regalo y mi pulsera en jugar a las máquinas recreativas como si fuera un abuelo de un pueblo en medio de una carretera nacional. Eso, y el Pasaje del Terror, claro, hasta ahí podíamos llegar.

Mi padre pareció disgustado. Es jodido intentar agradar pese a tus convicciones y ni siquiera conseguirlo. 23 años más tarde, ahí estábamos los dos, frente al televisor, intercambiando las palabras justas. Cuando acabó la etapa echamos una siesta y al despertarme, él no estaba. Cáncer de pulmón con metástasis en hígado, cansancio y dolores insoportables, pero se había ido a leer el periódico al Gredos. La rutina es lo que nos hace inmortales, estoy convencido. Quítale la rutina a un enfermo y le matarás inmediatamente.

Sí, aquel día del Parque fue un desastre. Es una pena que casi todos los recuerdos de mi padre se queden en una especie de "coitus interruptus", lo que pudo ser y no fue. Hay cierto consenso en Santander en que yo era un niño muy simpático, nada que ver con el abuelo de las tragaperras ni con el que ahora necesita emborracharse en las fiestas para hablar con alguien y se pasa media hora aterrado en un rincón, buscando la complicidad de la Chica Diploma. Al parecer, por entonces, todo era distinto y me ponía a hablar con cualquiera, era el cebo ideal para que los cántabros ligaran con su hembra. El niño adorable de continua sonrisa.

El problema es que no me reconozco en ese niño. Es lo que le decía ayer a Mercedes mientras bordeábamos la bahía y bajábamos a la playa de la Magdalena a medio atardecer, que es el mejor momento de esta ciudad. Reconozco al niño porque le he visto en fotos y me han hablado de él. Hasta cierto punto incluso me resulta simpático. Pero no le veo la continuidad que le veo al Guille adolescente, al Guille universitario, al Guille de 2002, 2006, incluso 2009... El niño es "el otro" en mi vida, el desconocido. La búsqueda, pues, no debería ir, quizá, tras los pasos de mi padre sino tras los de ese niño encantador que se tiraba en el suelo y tomaba apuntes, escribía historias de misterio con Luis Luisote haciendo de Sherlock Holmes.

No sé, no será fácil. Reconstruirse es una tarea ingente y para la que no hay demasiado tiempo.

Mientras, organizo mi propio Tour en una ciudad de escaladores. Mi fascinación por las cuestas que les decía ayer. Subir y bajar de la bahía a General Dávila por Lope de Vega, la Cuesta de la Atalaya, Francisco Palazuelos. Descensos vertiginosos y ascensiones de clavar la rodilla. Sudar. Sudar la humedad de la ciudad que va dejando recuerdos sin saber que son los recuerdos para el niño. Los lugares donde me dicen que estuve: La Pirula, Santa Lucía, El Colilla... Incluso El Rubicón, con Moncho a los mandos, el mismo que cocinaba en un restaurante en lo alto de la ciudad en los 80 -sí recuerdo, es cierto, la sensación de que ir a Santander, incluso a los 10 años, implicaba vivir en lo alto todo el rato, sin concesiones- y que cayó por las escaleras, en mal estado, después de una de mis fiestas de despedida.

Porque cada verano, cuando me iba de aquí, mi padre organizaba una fiesta de despedida que servía de excusa para que todos sus amigos vinieran y nos divirtiéramos y yo organizara actividades semi-deportivas y sonriera como un loco, completamente sobre-excitado. Quizá lo que haya cambiado sea precisamente eso, y de ahí la razón de que Santander ya no sea lo que era: no hay fiestas, no hay sonrisas y, como ya ha quedado demasiado claro, no hay padre. Lamentablemente, el recuerdo es ese, es decir, el recuerdo es ahora.