martes, julio 09, 2013
Jerseys en El Sardinero
Lo que se agradece de Santander es que mantenga su cordura y por las noches las señoras se lleven su rebequita y se aprieten en las terrazas del Paseo de Pereda. Llega el viento de la bahía y, sinceramente, de noche hace incluso frío, algo inimaginable para el madrileño que ha venido sin apenas jerseys y tiene que manejarse con lo que tiene, que es más bien poco. El madrileño, algo aturdido por la baja tensión, por algo parecido a la lentitud de la provincia, atraviesa el túnel con su mochila y va mirando cuadros pintados por niños sin orden alguno. No son los mismos cuadros de los 80, no es el mismo túnel sucio y viejo con olor a orín. Es otra cosa. Informe, pero otra cosa. Aquí, un cuadro abstracto de un niño de 12 años; allí, una perfecta representación de la cultura griega, bandera incluida, de una niña de 13.
Tras el túnel, las cuestas. Cuando se habla de Santander, cuando alguien les hable de Santander, pregúntenle por las cuestas. Si las conoce, sabe de lo que está hablando. Si no las conoce, solo pasó del hotel a la playa y de la playa al hotel. Hombres de llano y hombres empinados, salvajes, furtivos, las calles estrechas y empedradas, las aceras que se tuercen sin venir a cuento. Frente a eso, como digo, el turisteo, que es algo hermoso, también, incluso deseable. Lo que más echo de menos de Santander, precisamente, es no haber podido ser turista nunca. Para eso me he tenido que ir a San Sebastián o a Barcelona. A mí Santander me vino dada, a los cinco años, ya en su totalidad y especialmente en sus tabernas y sus estrecheces. Sus borrachos, sus yonkis, sus cinco de la mañana...
¿No habría sido mejor una Santander de Hotel Chiqui, Hotel Santemar, Hotel Real? ¿Una Santander frente a la enorme bahía, sentado en un banco, quizá tomando un helado? Eso lo reservé para las visitas, pero ser guía no es ser nada, es vivir entre dos mundos sin quedarse realmente en ninguno. Las chicas paseando por el camino del Palacio de Congresos, sorteando mansiones de Botín y cogiéndome ocasionalmente de la mano. En cualquier caso, ese no era yo y esa ciudad era cualquier otra menos la mía, porque la mía empieza y acaba en Cañadío o el Río de la Pila y, cuando paso "al otro lado" -casino, campo de fútbol, desvío a La Magdalena- más que un turista me siento un intruso, un paleto, un pueblerino.
En definitiva, de Santander, echo de menos su decadencia. La decadencia veneciana de las familias ricas, familias que imagino austrohúngaras con sus rubios muchachos. Jardines de Piquío. Uno de los objetivos de este viaje es descubrir a mi padre. Otro de los objetivos es descubrir la ciudad. No digo "su" ciudad porque esa, ya lo he dicho, la conozco en exceso. La otra ciudad, la que no entraba en sus planes. Sorprenderle. Una vez, con 12 o 13 años, le dije que lo que quería era "ir de terrazas" y casi le da un infarto. El niño se le había acomodado.
Ir de terrazas es algo muy santanderino, si se piensa, por lo menos si tienes un jersey encima cuando cae la tarde-noche. Mi padre luchaba por ser otra cosa, pero no sabía el qué, algo así como el túnel con las paredes pintadas: estable, permanente, renovado lo justo y tremendamente desordenado. En ningún caso, austrohúngaro, eso desde luego, no. Y supongo que la idea de que su hijo se convirtiera en Tadzio no le hacía ninguna gracia. Por eso mismo, porque a veces quiero sorprenderle y otras quiero abrazarle, la noche del lunes la paso en el banco frente a la bahía y luego en El Ventilador, donde en vez de heredar sus whiskies, me conformo con un Trinaranjus y por la ventana el azul se convierte en negro y el negro en un gris que anuncia lluvia porque sabe que es lo que todo el mundo espera del norte.
Y no vamos a defraudarnos. No a estas alturas.