martes, mayo 01, 2012

Benicassim 2009: Imágenes de un simulacro


La noche anterior, Hache, Laura y yo fuimos al cine. Creo que vimos "Bruno", la película de Sacha Baron Cohen, y luego tomamos algo en una terraza de Santa Ana. Puede que el orden fuera el inverso. El caso es que Hache me acompañó andando hasta Tribunal y al poco de despedirnos me di cuenta de que me había dejado las llaves dentro de casa, eran casi las dos de la madrugada y no me parecía cuestión de despertar a nadie, así que preferí jugar sobre seguro, llamar a la propia Hache y dormir en su sofá para salir pitando al día siguiente, hacer la maleta, prepararlo todo en pocos minutos y coger el coche de la Chica Portada.

Fue un viaje maravilloso. Ellas no lo recuerdan así y probablemente tengan razón y aquello no tuviera demasiado de "maravilloso", pero, lo he dicho un poco más abajo, yo ya empezaba a estar enfermo por entonces y la idea de pasar una semana solo en Benicassim, en uno de esos hoteles con balconadas, rodeado de ingleses y alemanes, me horrorizaba. De hecho, ni siquiera sé por qué me empeñé tanto en ir ese año cuando yo nunca había ido antes, ni siquiera de adolescente, cuando mi hermano y mis amigos se lanzaban a la acampada y yo era incapaz de coger mi tienda de campaña y pasear por el lado salvaje, versión Blur u Oasis.

Recuerdo la playa de los primeros días, los anteriores a la masificación. La playa por la mañana, los baños esporádicos y felices, el sol quemando incluso en el chiringuito donde comía paella día sí, día también -animal de costumbres- y la playa por la noche, los botellones, las borracheras sutiles. Yo tenía 32 años, ellas tenían 25 en el mejor de los casos, puede que menos; eran el báculo de mi vejez, la belleza y la vitalidad, mis Tadzio en la costa alicantina. Fueron días de paseos y tapas y bañador constante, incluso pelo en pecho al aire, fuera complejos. Las playas mediterráneas pueden acabar con cualquier ego, pero, ¿quién estaba con ellas? Yo.

A veces recuerdo toda la belleza que ha rodeado mi vida como si fuera un sueño. Una parodia. Un show de Truman. Pedirles además que me quisieran...

Los días pasaron -lunes, martes, miércoles...- y empezaron los conciertos. Ellas no iban acreditadas. Ellas iban un poco más tarde, después de beber algo de alcohol y en cuanto veían la primera cuesta demarraban a lo loco. Me sentía como Induráin entre las hermanas Schleck, un cuerpo torpe y lento con dos balas a los lados, sus altos y sus bajos, su trayectoria errática. Coincidíamos en algunos grupos, en otros, no. Ninguno de los tres tenía un estilo definido, éramos juguetes del destino. Vimos un concierto de Oasis en una pantalla gigante y otro de We Are Standard bailando como locos.

Por entonces aún podía bailar. No dramaticemos: ahora todavía puedo bailar, solo que me apetece menos. Entraba y salía del cuarto de baño de prensa. En general me sentía algo perdido ahí porque no tenía Internet y yo, sin Internet, no soy nadie. No tenía nada que hacer, solo algunas fotos y un par de crónicas que mandaba desde locutorios atiborrados por italianos depilados. El olor de la crema protectora en cada teclado. Las copas eran más baratas, eso sí. Y conseguir comida, más rápido.

Pasaba mucho tiempo con los chicos de Radio 3, con Arturo Paniagua y Chris Val. Quizá no "mucho tiempo" pero sí el suficiente para ver arder el campo alrededor del recinto y sobrevivir a la cancelación de la jornada por viento. Unas horas antes había tocado Nudozurdo y allí no había más de cuarenta personas. A Nacho Vegas se le despeinaba el flequillo.

Un día, creo que fue el sábado -si, tuvo que ser el sábado- a la pequeña de las hermanas Schleck le dio por lanzar un ataque suicida bajando hacia una meta volante. Su gusto por lo ilógico. Se hizo polvo un tobillo. En el momento nos hizo algo de gracia y seguimos allí, viendo a Franz Ferdinand; luego, cuando vimos que no podía andar, la cosa empezó a ser menos divertida. La llevamos en brazos hasta un taxi pero no había taxis. No recuerdo bien qué hicimos, la verdad, pero acabamos los tres en nuestra habitación minúscula: mi cama en un extremo y junto a mi cama la cama de Hache y junto a la de Hache, la de la Chica Portada.

El domingo por la mañana jugué un partido de fútbol. Hasta donde recuerdo, ha sido mi última actividad deportiva digna de ese nombre. Jugábamos prensa contra famosos pero no había famosos, solo Mendieta, que ahora hace de DJ por festivales después de culminar su carrera con un tiro ajustado a mi poste derecho que no pude hacer nada por detener. Tampoco le puse mucho esfuerzo. El público me insultaba y yo insultaba al público. Era el Charles Barkley de la prensa indie. El tobillo de Hache empeoró y nos fuimos al hospital de Castellón.

Estábamos ya cansados y de mal humor. Una semana juntos. Las chicas ya pasaban en sujetador por la habitación como si yo no existiera y yo fingía dormir la siesta o escuchar el Tour, el de verdad, el que Contador realmente ganaría a los hermanos Schleck y no aquel simulacro en el que las hermanas hacían lo que querían conmigo porque yo las quería demasiado, con todas mis fuerzas.

Fue un final extraño. Un final con The Killers y la Chica Portada subida a mis hombros mientras nos hacíamos fotos con Chris y Arturo. Cuando todo acabó, a las cinco de la mañana del domingo al lunes, pusieron un vals y empezó algo parecido a una fiesta rave. La Chica Portada se enfadó y yo me enfadé con ella y ella se enfadó aún más conmigo y al día siguiente recogimos con caras de acelga y nos propusimos pasar las cinco horas de vuelta en coche de la manera más civilizada posible. Ella prometía que jamás volvería a ese festival, a esa ciudad, a esa comunidad autónoma. Yo rezaba por que todo fuera mentira.