Que Andrés Barba iba en serio lo sabíamos sus lectores desde
hacía tiempo. Su carrera es la de un corredor de fondo que a cada vuelta
acelera ligeramente el ritmo, sin estridencias, sin grandes demostraciones, con
una naturalidad asombrosa que hace que el trigo se separe de la paja. En ese
sentido, “Ha dejado de llover”, su última novela o, más bien, colección de
novelas cortas, supone un paso más en la consolidación de un escritor que va
camino de convertirse en el mejor de su generación, con cada vez menos vicios
que corregir y más virtudes que admirar.
En apariencia, el tema común de las cuatro nouvelles que componen este libro es la
relación paterno-filial y la dificultad de los personajes para manejar la
intimidad de ese parentesco, sus responsabilidades, como si una vez fuera de su
cascarón no supieran cómo reaccionar… una cierta torpeza sentimental que se
arrastra por las páginas con delicadeza. Sin embargo, no nos podemos quedar
ahí: en mi opinión al menos el verdadero tema es la fragilidad, la asombrosa
fragilidad de todos los personajes de Barba.
Hay que dejar claro que con “fragilidad” no quiero decir
“debilidad”. Sus personajes no son débiles. Al contrario. Todos coquetean en
algún momento con el éxito, se han forjado a sí mismos y se manejan a la
perfección dentro de su propio universo. Lo que los descompone es la presencia
de los otros. Los personajes de “Ha dejado de llover” se violentan hasta las
lágrimas cuando tienen que esforzarse por entender a los demás. El hecho de que
“los demás” sean generalmente sus padres o sus hijos, es decir, una parte de
ellos mismos que se han empeñado en negar para poder afirmarse, no ayuda.
En cada novela, hay un momento en el que los protagonistas
parecen estar pidiendo auxilio al lector y solo al lector. Hasta ahí llega su
solipsismo. Da la sensación de que solo piden ayuda cuando saben que no la van
a recibir y dejan de pedirla en cuanto intuyen que alguien podría ofrecérsela y
en ese caso generar una deuda. En parte, el libro es un análisis de las deudas
entre padres e hijos y de qué manera esas hipotecas nos incomodan, nos
violentan, nos avergüenzan.
El nivel medio del libro, como ha quedado dicho, es
excelente. La primera novela corta, titulada “Paternidad”, cuenta la historia
de una inmadura y fugaz estrella de la música que deja a su amante embarazada y
tiene que enfrentarse a la vez con el reto de la paternidad y el de la
independencia, con la figura de su propia madre siempre amenazante. Mediante la
lejanía absoluta del padre descubrimos la soledad del hijo, condenado en la
práctica a una especie de orfandad sentimental producto de las carencias
afectivas que dominan la relación entre ambos.
La tercera novela, la citada “Fidelidad”, nos presenta a una
chica retadora en pleno descubrimiento del sexo y de su magnetismo erótico
mientras su padre vive una aventura secreta con una joven a la que ella debería
odiar por una cuestión de valores familiares pero a la que no puede evitar
adorar de una cierta manera porque se siente igual que ella: abandonada. Hasta
cierto punto, incluso, rechazada; en cualquier caso, incomprendida. La cuarta
novela, “Compras”, es una delicia de estilo. Una mezcla del mejor Capote y el
mejor Carver, de una tristeza asombrosa. El paseo de madre e hija por el
madrileño Barrio de Salamanca en una tarde de invierno y todo lo que las separa
y las une a cada instante, los dos mundos completamente separados, las
nostalgias y las resistencias. Los roles y la impotencia. Una delicia.
Sin embargo, es la segunda novela de la serie, “Astucia”, la
que merece los mayores halagos. Manteniendo ese estilo distante, Barba crea
unos personajes maravillosos, tiernos, desesperados, hechos de cristal de
Bohemia, a punto de romperse en cualquier momento y empeñados, sin embargo, en
tirar hacia adelante. Una hermosa colección de supervivientes que no encuentran
manera de salir de su isla desierta. La madre, la hija, la hermana, la
cuidadora adolescente… ese complejo y opresivo mundo femenino que el autor
consigue desmarañar y mostrar con dureza y a la vez con cariño sin que uno sepa
muy bien cómo demonios lo ha logrado.
En definitiva, una lectura agradable, cálida y a la vez
triste, como sujetar a un bebé que llora sin lágrimas, solo contrayendo el
gesto. Aquí hay un escritor para muchos años y sus contemporáneos tendremos que
empezar a acostumbrarnos a ser meros Salieris de su talento.