Tal vez, sin contexto, sin la enorme amoralidad de esa alegría, es decir, separándola de lo que yo era y lo que me convertí, de lo sucio del antes y lo solitario del después, esa sea la sensación que quisiera repetir por siempre y no ya una visión paradisíaca de una isla en lontananza, no ya un concierto bajo la nieve. San Junípero en forma de Alvia de cinco horas con un CD "quemado", lleno de canciones de Franco Battiato y de Lucio Dalla y aquel "All the way to Reno" de R.E.M. en el que creía como si estuviera compuesto para mí, solo para mí.
La arrogancia post-adolescente. Si algún día le preguntara a Jude Law en lo alto de un autobús de dos pisos cuál es mi eufemismo, incluso él diría "arrogante". Un arrogante depresivo y todo lo que eso implica. Una montaña rusa. Viernes, sábado y domingo en el Meliá Barcelona. A moveable feast, a fucking moveable feast, C.C. recién salida del baño y la calle Aribao y un paseo por la playa de Sitges en pleno febrero bajo una iluminación de película de Woody Allen. La bolsa de McDonald´s en una habitación triple para uso individual y una versión merengue de "Ne me quitte pas" (daños colaterales del Kazaa) en la bañera. La soledad saciada. La plenitud, de nuevo. La incertidumbre. Lo dicho, San Junípero.
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El problema de la plenitud o más bien el problema de fijar la plenitud hace diecisiete años y por razones tan inmediatas, tan piscina, tan "lo que sea cuando sea", es que el resto de tu vida se convierte hasta cierto punto en decadencia o, si se quiere, en un lento desenamoramiento de uno mismo. De ahí, quizá, los hijos. De ahí, quizá, una especie de testigo que va pasando: lo que uno ya no va a vivir -y es duro saber que no vas a volver a vivir lo que tú mismo has catalogado como el momento más feliz de tu vida, es decir, que hasta cierto punto todo va a ser un pequeño simulacro mejor o peor llevado- que lo vivan ellos. Que investiguen en su propia exaltacion física, en su propio enamoramiento, en su propio investigar los límites. A veces pienso que abrazo a mis hijos como Nietzsche abrazaba caballos, con una nostalgia previa. Yo, pequeño gordo cuarentón que no ama lo que hace, que cuenta las semanas de baja hacia atrás porque teme a la realidad, que incluso prefiere esta especie de limbo retribuido, de fortaleza de pañales, antes que volver a enfrentarse con los hechos: una vida laboral incompleta, apenas elegida, sobrellevada con ansiolíticos y canciones de los Beatles a pleno pulmón por las escaleras.
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Sigo impresionado por la muerte de Gistau. O por la vida de Gistau, más bien. Por todo ese amor que ha salido de golpe y en todas las direcciones. Dan ganas de traerle de vuelta a la vida no solo por él sino por todos los que le amaron. La amistad. Gistau es para mí la imagen de la amistad y a veces me invade cierta tristeza, incluso cierta envidia: yo siempre quise tener esos amigos, ese grupo de amigos hombres, leales, que se entienden con gestos y perdonan todo. Partido y copa en el bar. Nunca he sido capaz. Creo que siempre he aspirado a la amistad masculina y siempre he fracasado sin que pueda culpar muy bien a nadie. Quizá, en el fondo, el Niño Bonito sea el último intento.
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Antes siquiera de llegar al hospital, la oficina de management de Sabina ya había anunciado la fecha de su siguiente concierto. Eso es, en resumen, todo lo que va mal del caso Sabina y ahí es dónde deberian apuntar las miradas en vez de tanto fijarse en el dedo.