Lo jodido de ser hipocondríaco es que no hay manera de saber cuándo uno es un exagerado y cuándo es un puto héroe. La cuestión apenas admite matices. De repente sales de casa y, por lo que sea, notas que no puedes chasquear un dedo de la mano derecha. No parece un gran problema si se ve desde fuera, pero el cuerpo se empeña en repetir ese movimiento que ha hecho toda la vida y que ya no puede hacer con naturalidad y al estrellarse una y otra vez ante la realidad dispara todas sus alarmas. Lo que era un paseo para ver a una amiga en el Círculo de Bellas Artes se convierte inopinadamente en un suplicio de sudores, angustias, vértigos y mareos... y ya da igual que el dedo acabe chasqueando de manera más o menos normal: el proceso ha arrancado y es imposible de parar.
Porque el problema de todo esto, el problema de la enfermedad -imposible ponerle otro nombre- es que uno no decide cuándo acabar con ella. Puede recurrir a algún tipo de ansiolítico, pero el efecto es limitado. Si el paseo ha sido horrible, imaginen el resto del día: la amiga habla pero yo no la escucho, yo estoy pendiente de la siguiente señal del ictus o de la esclerosis o del tumor cerebral. Yo imagino a mi hijo de cuatro años huérfano, anticipo mis últimos días como vegetal en la cama iniciando debates sobre la eutanasia... y cuando salgo para Valdemoro rumbo a cinco horas ininterrumpidas de clase, tengo que parar hasta dos veces en dos bares para visitar el cuarto de baño, completamente descompuesto.
Y la cosa ya no va a ir a mejor, está claro. Te pones a trabajar y trabajas. Apenas te tienes de pie pero trabajas, te sientes completamente aturdido, abotargado, como si todos los nervios se erizaran y se pusieran en tu contra a la vez, una mezcla de parestesias e hiperestesias que se van alternando sin sentido. Crees que en cualquier momento te vas a venir al suelo pero sigues de pie. Explicando. Repasando. Contestando preguntas. Yendo de la pizarra a la mesa y de la mesa a la pizarra. Y es ahí donde te planteas qué es lo que está pasando, porque igual la cosa sí que admite matices y en realidad estás siendo un exagerado -obviamente no tienes un ictus- pero hasta cierto punto también estás siendo un héroe, porque no te rindes, porque no te metes en la cama y confías en que el mundo desaparezca, porque no buscas como sea una baja por exceso de estrés, exceso de ansiedad, exceso de vida, sino que intentas seguir adelante. Dándole la coña a todo el mundo y completamente ausente, eso es cierto, pero intentas seguir adelante y coges el autobús de vuelta, con sus tres cuartos de hora de recorrido y después el metro, subes escaleras, bajas escaleras, caminas hasta casa e incluso tienes tiempo de jugar un rato con tu hijo e intentar que él no se entere de nada, hasta que por fin se va a dormir y entonces, ya sí, te derrumbas.
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Pido en clase que alguien me cuente algo positivo del último fin de semana. Al no encontrar ni una sola respuesta, amplío el plazo a la última semana. Una chica dice que ha aprobado su examen de filosofía pero eso es todo. No está mal, era sobre Kant. Les hago ver, en cualquier caso, que es imposible que no les haya pasado nada positivo en los últimos días. Les sugiero que, quizá, igual que sienten que sus clases de inglés ya no son mágicas aunque puedan serlo, también sus vidas -nuestras vidas, yo me incluyo- hayan perdido también esa parte de entusiasmo ante la novedad. Que todo suene a repetido.
De ahí, al menos en mi caso, la nostalgia. En la biografía de Paul McCartney se menciona un estreno en el Cine Odeon de Leicester Square e inmediatamente mi cerebro me traslada a un McDonald´s de Londres, planta de arriba, viaje de verano con T. en nuestro primer año de novios. Somos felices y el cine queda delante de nosotros. Pensamos en meternos a ver una película pero acabamos en Covent Garden, por la noche ella escribe en mi diario una entrada preciosa sobre un chico de ojos azules.
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No quise escribir ayer sobre la muerte de mi padre justo porque era el aniversario. Tampoco me apetece contar mucho hoy. Además, no tengo nada original que decir, nada más que, según pasan los años, uno se olvida de las rutinas, de los movimientos, del timbre de la voz, de las frases hechas, de todo lo que configura a un ser humano y lo hace especial. La muerte es eso, sin más. O quizá, de nuevo, la muerte sea cualquier otra cosa y el problema seamos nosotros.
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