martes, abril 02, 2019

El verano será eterno


Cuando murió el padre de Sofía, yo estaba dando clases de inglés en una academia para jubilados. Era finales de primavera de 2014, mi mujer estaba embarazada y acababa de cumplirse un año de la muerte de mi propio padre. No recuerdo que aquella fuera una llamada lacrimógena y dramática. Más bien, era una mezcla de confusión y cierta angustia, algo así como "Mi padre se acaba de morir, está tirado en la cama, ¿qué tengo que hacer ahora?".

Esa es una buena cuestión, muy práctica. ¿Qué se hace cuando se muere tu padre? Y con esto no me refiero, claro, a qué debes sentir, qué debes expresar, cómo gestionar mejor tus emociones, tus culpas, incluso cómo cumplir con las expectativas que los demás ponen en ti en ese momento: no solo sufres, sino hasta cierto punto, debes demostrar que estás sufriendo, no vayan a pensar... La pregunta iba por otro lado, apelaba al horror práctico, burocrático, los pasos a seguir. Dejé la clase inmediatamente, cancelé la siguiente -sospecho que eso tuvo que ver en que no me renovaran el contrato al año siguiente- y me fui corriendo a hacer lo que pudiera hacer, porque confiar en mí para cuestiones prácticas es un disparate enorme.

Recuerdo que fuimos al ambulatorio, para ver si alguien podía ir a certificar la defunción. Sé que nos tuvieron esperando bastante tiempo pero en general fueron bastante comprensivos. Sé que compramos los certificados, que la madre vistió al padre con sus mejores galas, es decir, vistió un cuerpo ya frío, inerte, pesado... y sin embargo con los rasgos de siempre, los de ayer, los de hace diez, veinte, treinta años de amor y vida en común. Sé que hablamos con una funeraria y que buscamos papeles por todos lados a ver si había algún seguro que pagara todo eso.

Sé, también, que empezaron a llegar amigos del padre y empezaron a hacerse cargo de la situación, lo que sin duda fue un gran alivio tanto para Sofía como para mí. Yo intentaba estar a todo pero no llegaba: intentaba estar tranquilo porque consideraba que si estaba ahí era para estar tranquilo, intentaba estar lúcido porque la situación lo requería y sobre todo intentaba estar pendiente de Sofía por si el derrumbamiento llegaba en algún momento. Pensé en quedarme a pasar la noche pero no hizo falta. Me volví a casa. A los pocos días pasamos una mañana rellenando papeles. Sofía no solo parece frágil sino que es frágil. Como todos. Y durante aquellos días estuvo completamente perdida, superada, como si no entendiera lo complicado que es morirse, la cantidad de documentos que requiere la muerte.

Han tenido que pasar cinco años para superar ese aturdimiento y empezar a colocar piezas. Yo llevo seis y aún no lo consigo. La palabra "papá", por ejemplo, solo se la tolero a mi hijo. Sin embargo, Sofía ha logrado crear su propia catarsis en forma de espectáculo de música y danza en los teatros del Canal, rozando límites que impresionan a cualquier huérfano sin caer en ningún tipo de tremendismo, como no cayó en aquella primera llamada de hace cinco años. Lo recomendaría si supiera cuándo se va a representar de nuevo, pero no lo sé, así que me limitaré a recomendar a Sofía, así, como concepto, más que nada porque ella también se dedica a dar clases de inglés y lo mismo tampoco le renuevan ningún contrato.

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Albert Rivera ofrece un gobierno de coalición a Pablo Casado, es decir, hace obvia la desesperación. Casado, como buen proyecto de "macho alfa" le despacha con un ministerio de asuntos exteriores. Rivera, dolido, le contesta en un conocido programa de televisión donde en general se le trata bastante bien que si al final el que gana es él, propone nombrar a Casado "ministro de universidades". 

Es curioso que se haya hablado tan poco de esto y de lo que esconde. Rivera no dice "ministro de educación" como podría decir de industria. Dice "de universidades", un cargo que no existe. Y lo dice porque sabe que a Casado le han investigado por una posible falsificación de su máster. No solo lo sabe, sino que ironiza sobre ello, lo cual es una manera de compadrear con el público y decir: "Todos sabemos que..." y guiñar un ojo. Todos menos la jueza, hay que aclarar, por cierto, porque Rivera no se encargó de ello.

A mí me parece bien que Rivera crea -o haga creer- que Casado de manera directa o indirecta ha falsificado su título, cosa que a Cristina Cifuentes no solo le costó la carrera sino puede costarle la libertad. Lo que no acabo de entender es cómo se pasa en menos de veinticuatro horas de ofrecerte a gobernar con alguien a reconocer que ese alguien te parece un tramposo capaz de cualquier cosa con tal de prosperar. "Emergencia nacional", lo llaman, y ya se sabe que la culpa de todo es de Sánchez -incluso lo de Villarejo con Iglesias es culpa de Sánchez han apuntado esta mañana en Onda Cero para no salirse del guion-. Bien, si de verdad hay un incendio, habrá que tener cuidado a la hora de elegir los bomberos. No vaya a ser que se empeñen en pisarse la manguera mientras se señalan con el dedo.

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Ser Merlí es atractivo, incluso deseable, si consigues que tu vida quepa en capítulos de cincuenta minutos. Si después de cada problema, de cada desplante, de cada ataque a tu forma de pensar, de cada mirada al abismo, se puede hacer un fundido en negro y pasar a otro plano. Si no existen consecuencias o las consecuencias las escribe un guionista amable. Si eres capaz de dejarte la vida en dos minutos de escena sabiendo que vas a poder descansar durante las siguientes tres secuencias. De lo contrario, ser Merlí es directamente imposible, como quizá sea imposible ser el "Übermensch" de Nietzsche. Ser Merlí -y aquí hablo a título completamente personal- implicaría arrastrar aún más responsabilidades, más culpas, más disgustos, más dudas, más enemistades... y no, no lo podría soportar porque la herencia judeocristiana y tal y cual.

Ahora bien, como decía el otro día, el hecho de que durante esos dos minutos de escena, durante esos cincuenta minutos de capítulo, parezca posible e incluso es beneficioso, me reconforta una barbaridad. Como si me sintiera en casa. Como si aún pudiera aspirar a ser ese Príncipe Vogelfrei que volaba libre mientras cantaba alegre. Ni Dios ni Amo ni CNT. Y luego se empeñan en que el pobre Friedrich era un nazi...

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Christina Rosenvinge publica algo parecido a una autobiografía basándose en el repaso de sus canciones. Obviamente, tardo tres minutos en encargarla por internet. Christina es uno de los personajes más apasionantes que han existido en los últimos treinta años: la adolescente que se movía por las rendijas de la Movida madrileña, la joven a la que le llegó el éxito cuando solo quería divertirse, la maravillosa compositora de "Que me parta un rayo", la que conocí junto a Ray Loriga en un concierto de Los Rodríguez y Manolo Tena en la Plaza de las Ventas, allá por 1993. La que "desapareció" de nuestro radar y volvió a aparecer y lo dejó con Ray pero se lió con Nacho y en medio compuso algunos discos descomunales, primero en inglés y luego en español. Todo eso sin volverse loca. Pienso devorarlo sin piedad alguna.