La imagen es la de un hombre de cuarenta y un años arrastrándose por el suelo a las tres y media de la mañana. Un hombre que cada vez que intenta incorporarse siente el peso del vértigo sobre su cuerpo y necesita volver al parqué, apoyarse en los codos como un recluta patoso, y llegar al dormitorio. Un hombre que se despertó media hora antes ya mareado y cuyo mareo le obligó a tumbarse en el sofá y ahora busca consuelo en la cama, un consuelo silencioso para que su mujer no se despierte, para que su hijo no se preocupe...
Cuando consigue tumbarse, piensa que el vértigo puede ser un ictus y que quizá esté haciendo el tonto con tanta demora y tanto no querer molestar. Por otro lado, está cómodo. Mientras no se mueva, cabeza sobre la almohada, está cómodo y no tiene sueño porque ya no tiene sueño nunca o al menos no ese sueño plácido que te va llevando y te acuna. El sueño, ahora, hay que trabajárselo y es el sueño del que no sabe dónde vivirá en un año, dónde trabajará, a qué colegio irá su hijo, cuántos miembros tendrá su familia, cómo podrá pagar cualquiera de esos cambios...
El sueño de alguien que no disfruta de su trabajo, que no disfruta de sus horarios, que con los años ha aumentado su capacidad para disfrutar de cada vez menos cosas. Un sueño a intervalos: dos horas dormido, dos horas despierto, dos horas dormido... un sueño angustioso, en cualquier caso. A menudo sueña que no tiene responsabilidades, que todo es como era antes, con red. Un hombre que busca ganar dinero -porque necesita dinero- en lugares donde sabe que no lo va a encontrar y que a la vez se siente incapaz de seguir mendigando donde puede que sí le den limosna.
Un hombre, ya digo, que cree que puede tener un ictus y entonces su hijo, ¿qué?; entonces, su esposa, ¿qué? Un hombre que se sentiría culpable si se muriera ahí mismo y quizá por ello repite la operación a la inversa: se tira de la cama al suelo, repta en dirección al salón y se arroja de cualquier manera al sofá, donde ha dejado su móvil para consultar los síntomas. Síntomas que, por supuesto, no coinciden con lo suyo porque lo suyo -él lo sabe- es una mezcla de ansiedad, de angustia, de frustración, de rabia y de agotamiento.
Al día siguiente, el hombre repetirá sus rutinas porque ya las ha aceptado tal y como son y la alternativa sería deshacerse de ellas, pero eso es inviable. Un hombre, hasta cierto punto, condenado, así se siente y así se resigna. Al menos su mente. Su cuerpo, no. Su cuerpo, cada cierto tiempo, le recuerda que así no puede seguir. ¿Y él qué hace? Sigue de todos modos. Sigue porque ha dejado de buscar alternativas y, como le pasó a Pedro con el lobo, si a estas alturas viniera con que está deprimido o algo así, nadie le creería. Sus problemas son demasiado banales como para que nadie se los tome en serio: vive en el barrio de Chamartín, tiene un hijo precioso, una mujer maravillosa, cobra un buen sueldo de funcionario, sus alumnos le respetan, ha publicado más libros de los que probablemente soñara jamás y Facebook le recuerda cada día todo lo que fue: director de revistas, organizador de festivales, entrevistador de estrellas del cine, de la música, del deporte...
Su vida sin sueño es, pues, una vida soñada y sus vértigos no son nada ante lo que Sean Bateman no pudiera contestar con un "Deal with it, rock and roll". Lee mucho. Ve series de vez en cuando -ahora está con la segunda temporada de "Making a Murderer"- y no va al cine por una cuestión de apatía más que otra cosa. Durante años, en medio de las agitaciones veinteañeras, un amigo le sugería que se rindiera, que la paz estaba en la rendición. Ahora siente que se ha rendido y que en vez de alivio siente algo parecido a una traición a sí mismo. Como si él ya no fuera él. Problemas unamunianos.
Da igual. El hombre se queda en la cama mientras su mujer se encarga del niño -preocupado, este se acerca cada cinco minutos para despertarle y verificar que está bien, que no le pasa nada- y luego, ya se sabe, la rutina. No una rutina a lo Steven Avery, claro, por eso nadie entiende la queja, probablemente ni siquiera él mismo, pero una rutina de alfombras al tinte y barbas afeitadas e informes de ausencia para el centro laboral.
Fitter, happier...Un hombre que sabía que, probablemente, su vida acabaría convirtiéndose en una canción de Radiohead pero que nunca imaginó que fuera a ser esa.