En la época de los politonos, yo tenía el "Paper planes" de MIA y supongo que eso pretendía ser una declaración de intenciones. Ese era el tono de llamada general -ahora daría igual, ahora siempre tengo el teléfono en vibrador o en silencio- y luego estaban las excepciones: por ejemplo, Álida tenía reservada "Luces de Neón" y Aída Prados era "Audrey", de los Piratas, por alguna asociación de ideas incomprensible ya que Audrey, como todo el mundo sabe, siempre fue Laura Cuello.
La fascinación por "Paper Planes" llegó hasta mi primera novela, que terminaba precisamente con un tiroteo en el que las balas del libro se mezclaban con las de la canción, y mi fascinación por Aída Prados me la sigue recordando Facebook de vez en cuando y llegó a límites exagerados, lo que demuestra la paciencia que han tenido la mayoría de mujeres conmigo y la razón que tienen todas las que "prefirieron no hacerlo". También es cierto que Aída se fue a otro país y que desde la distancia las tormentas no dan tanto miedo.
El otro día, para qué negarlo, estaba triste, pero alguien me rescató y eso siempre es bonito. Quizá me acostumbré demasiado a rescatar y a que me rescataran, es decir, a vivir todo el puto día al filo del campo de centeno. La Chica Diploma, que suficiente hace, me sugirió que me apuntara a un curso para conocer gente con gustos afines pero yo temo a la gente con gustos afines y en cualquier caso no quiero nuevos amigos sino recuperar a los viejos. No quiero una nueva vida, me basta con la de siempre. Si ya me cuesta cambiar de bar para desayunar, imaginen lo que sería este ejercicio de innovación. No, la vida no es un Futmondo.
Alguien escribió en mi muro la semana pasada algo así como que era duro envejecer y darte cuenta de que ya no vas a ser una estrella de rock. Tiene razón pero en parte: yo nunca quise ser una estrella de rock; me parece algo así como el infierno en la tierra. Yo echo de menos otra cosa. Otra cosa superior: la capacidad de sentirme una especie de dios de mi propio universo, con politonos incluidos. Habrá quien diga que ser padre es exactamente eso... pero no, ser padre consiste en montarle un universo a otro y amueblárselo. Una especie de hostelero, vaya, con todos mis respetos...
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Por la mañana, el Niño Bonito me pregunta, después de diez minutos bajo una ducha que no funciona y escuchando el disco de Sia en el que sale su cara en la portada: "Papá, ¿tú, cómo te rindes?" y yo dejo la pregunta sin contestar.
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También por la mañana, esta vez durante el desayuno. Él está con una extraña combinación de leche de almendras, pan de castaña y brownie de chocolate y yo relleno una cartulina que nos han dado en el cole con una foto suya para que expliquemos qué le hace especial. La cartulina lleva una semana en casa y nunca hemos sabido qué demonios hacer con ella pero habrá que hacer algo, supongo. Lo primero que se me ocurre es escribir "everything" y devolverla sin más. Al final, me decido a preguntarle y nos ponemos a lanzar ideas los dos juntos: sus ricitos, su sonrisa, sus amigos del cole, determinados juguetes, los títeres, el fútbol -sobre todo si el Valladolid está de por medio, porque el Madrid no hace más que darle disgustos-, la comida sana...
Con cada cosa adjunto un dibujito, o un garabato, más bien. No sé dibujar y yo lo sé y él lo sabe. Cuando acabo, se lo doy y se pasea por la casa con el "special" en la mano: se lo enseña a su madre, se lo enseña al espejo, se lo enseña al portero, se lo enseña al del garaje y lo guarda como oro en paño mientras vamos al colegio. En ese momento, entiendo de qué se trataba todo esto: no tanto de saber qué hace a un niño especial sino de hacer especial a un niño durante una mañana con su cartulina. Y de paso a sus padres, claro, nos conocen como si nos hubieran parido.