Por la noche, tengo pesadillas. La verdad es que no sé si son exactamente pesadillas sino más bien sueños angustiosos, en los que todo lo que puede ir mal va mal y el estrés del día se prolonga durante la madrugada. El resultado es que ya desde la mañana voy completamente zombi, yo diría que ausente, como si la cosa no fuera conmigo en ningún aspecto. Leo mis libros, cumplo mis rutinas, "I go through the motions", que dicen los americanos, pero sin ningún tipo de entusiasmo o de pesadumbre. Algo mecánico.
Quizá envejecer sea esto. No lo sé. El otro día, la Chica Diploma me decía que yo debería haber nacido millonario. Estoy de acuerdo. Todo lo que suponga una obligación me hace conectar inmediatamente el piloto automático. Creo que nunca he conocido a alguien menos sacrificado en mi vida y cuando digo "sacrificado" quiero resaltar el punto de verdadero sacrificio, de dejarse la piel. Yo me puedo dejar la piel en que la tarea salga bien pero por una mera cuestión del deber, nada de estética ni de moral en el asunto.
Por ejemplo, ya por la tarde, en Valdemoro. Sigo ausente. No es que me sienta especialmente culpable porque la mayoría de mis alumnos tampoco parecen cómodos estando ahí. Llevan todo el día trabajando o estudiando, los ejercicios son complicados, no han tenido tiempo de estudiar ni de hacer los deberes y están perdidos. Además, su guía, en vez de cogerles de la mano y tranquilizarles, se limita a cortar ramas y seguir adelante. De vez en cuando les dedica un mohín o una mirada recriminatoria o directamente se desespera en voz alta. Ellos me miran como si no supieran qué hacer para agradarme, como si todo eso que tanto me enfada -que no sepan bien inglés, que no utilicen las fórmulas correctas, que no se tomen tan en serio lo que no deja de ser una actividad más dentro de una apretada agenda- no fuera culpa suya sino de mi propia exigencia.
Probablemente, tengan razón.
*
También pienso -continuamente, porque yo soy un hombre con la necesidad de sentirse juzgado; absuelto o condenado, eso me da más igual, pero en continuo proceso- si estoy siendo suficientemente profesional. A veces pienso que no, que la propia sensación de ausencia ya es una manera de hacer mal mi trabajo. A veces pienso lo contrario: que conseguir aguantar las cinco horas, tratar todos los contenidos, dar todas las explicaciones, buscar los ejercicios necesarios y resolver dudas justo cuando tu mente está en cualquier otro lugar solo se explica precisamente desde la profesionalidad.
Eso no quiere decir que no haya muchas cosas buenas. Ayer, por ejemplo, al acabar la clase, un alumno se me acercó para preguntarme cuánto me había costado mi libro de María Estuardo. Ya dije en su momento que Zweig es en Valdemoro como Faulkner en el pueblo aquel de Saza. Yo entiendo que el subtexto de la pregunta no era económico y que probablemente el chico no vaya a comprarse nunca el libro. Lo más plausible es que fuera una especie de mensaje, un "soy de los tuyos", un "me pasaría toda la tarde leyendo sobre María Estuardo antes que estar aquí repitiendo el puto presente continuo".
*
El Niño Bonito va de excursión al Museo Sorolla. La actividad funciona porque al volver a casa nos repite como un papagayo: "Joaquín Sorolla era un pintor valenciano". Lo más parecido a un pintor que ha visto en su vida es Papá Pig, en el capítulo ese en el que se pone una boina francesa, sale al jardín y empieza a pintar un paisaje. En cualquier caso, el propio personaje de Sorolla le fascina como referencia temporal. Su primera pregunta es: "¿Tú existías cuando existía Joaquín Sorolla?" y la respuesta, lógicamente, es "no".
El niño hace sus cálculos y continúa: "¿Existía la abuela Cuca?". Su abuela (su bisabuela, de hecho) Cuca murió este verano y no ha soltado el hueso desde entonces. La mosca continuamente detrás de la oreja. "No -le digo- la abuela Cuca, tampoco" y ahí es cuando ya me decido a mirar en internet y compruebo que Sorolla murió en 1923, así que mi propia abuela sí que vivía -tenía cuatro años, como Álvaro ahora- y por lo tanto, "existió" durante ese tiempo a la vez que Sorolla. Se lo digo, pero parece confuso. Para explicárselo mejor le enseño una foto que me mandó mi madre en la que salimos mi padre, mi abuela y un yo preadolescente justo en la bahía de San Vicente de la Barquera, un sitio que conoce perfectamente.
Le explico quién es cada uno y me contesta "Ya, pero están moridos, ¿no?". Sí, están moridos. "No tienes papá ni abuela", insiste, con un tono que mezcla la compasión con un cierto miedo. "No, no tengo papá ni abuela pero tengo un hijo precioso", le digo, y le parece una buena respuesta. Yo tampoco quiero arruinarle la infancia con estas cosas, así que cambio de tema inmediatamente. Me explica que por la tarde, el Valladolid le ha ganado al Huesca con dos goles de Héctor -su primo de un año y medio-. No sé cómo ha conseguido meter a Héctor en sus fantasías de cromos Panini. A la mañana siguiente, se queda llorando en el colegio. No es lo habitual, pero es que ese día tiene piscina y le da el mismo pavor que le daba a su padre cuando tenía su edad.
Nos abrazamos y nos besamos un buen rato, para que esté tranquilo, pero la tranquilidad -
mi tranquilidad- solo llega cuando ya me estoy yendo, miro para atrás y me doy cuenta de que dos niñas le están abrazando y dando besos entusiasmadas, supongo que porque han visto las lágrimas, han visto al padre alejarse y han preferido dejarle claro que lo que cuenta es lo que existe y no lo que existió, fuera eso cuando fuera.