lunes, octubre 08, 2018

El reino



Rodrigo Sorogoyen debutó en el mundo del largometraje con la interesantísima película "Ocho citas", dirigida junto a Peris Romano y que ya mostraba una capacidad fuera de lo habitual para adentrarse en la psicología de los personajes y contar historias desde sus márgenes. Es cierto que quizá Peris -"Los miércoles no existen"- ha ahondado más en ese enfoque, pero Sorogoyen supo llevar el concepto de cita bastante más lejos en la magnífica "Stockholm" y acabó zambulléndose en el "thriller" con la notable "Que Dios nos perdone" y sobre todo con el angustioso cortometraje "Madre".

Todo eso, más la omnipresente figura de Antonio de la Torre -parece que fuera el único actor en España, quizá junto a Javier Gutiérrez, capaz de llevar él solo el peso de toda una película- son razones suficientes para acercarse un jueves por la mañana a ver "El reino", un filme sobre tramas de corrupción en partidos políticos de comunidades que tienen costa y donde todo es tan obvio que en ocasiones el mismo empeño de querer ocultar el nombre del partido en cuestión resulta un poco pueril.

Durante una hora aproximadamente, la película funciona. Sin grandes excesos, pero funciona. Todo está en su sitio, al menos, y eso se agradece en una película de suspense, donde la media hora final es la que separa a los dioses de los bárbaros. Sin entrar en demasiados detalles, digamos que De la Torre está metido en un lío de corrupción junto a otros compañeros tanto o más influyentes, que ese lío tiene varias ramificaciones, que tiene que ver con adjudicaciones de terreno y que una de las subtramas tiene que ver directamente con la cúpula del partido en Madrid. Si le suman a eso la presencia de unas libretas con anotaciones a mano de quién pone dinero y quién lo recibe, tienen el caso Gürtel ante sus narices y para eso, quizá habría sido mejor llamarlo "Gürtel" y dejarse de historias, pero, en fin, se entiende la prudencia.

El problema de la película es precisamente esa media hora final en la que De la Torre se convierte en un héroe de acción, accidente con coches volando incluido, se pone a luchar contra el sistema sin que acabamos de entender por qué -sí, de acuerdo, el orgullo, pero un orgullo un poco inverosímil- y no solo intenta demostrarnos que todo el mundo en España es un corrupto, sino que todos los corruptos se tapan entre sí: los políticos, los empresarios, los constructores, los bancos, los medios de comunicación... y ahí ya desbarra por completo desde el punto de vista narrativo, porque ese colofón con Bárbara Lennie haciendo de Ana Pastor y el sermón del Padre De la Torre es francamente prescindible, como si, partícipe de la paranoia de su protagonista, al propio guion se le hubiera ido la cabeza.

Así, la película no tiene final como tal y eso es algo asombroso. Tiene panfleto pero no tiene final. No se sabe qué pasa con las libretas ni con el juicio ni se llega a saber por qué ese hombre no ingresa en la cárcel si tanto poder tiene EL PODER. Da igual. El espectador descubre después de casi dos horas que todo ha sido una excusa para que Sorogoyen nos explique lo cabreado que está con los poderes fácticos, probablemente los mismos que estén de alguna manera produciendo o publicitando su película o la de tantos otros compañeros, igual que Marcuse y sus compañeros de Frankfurt llamaban a la revolución subvencionados por la Fundación Guggenheim.

No voy a ocultar mi parte de satisfacción en la crítica al periodismo "indignado" y puedo estar de acuerdo en que La Sexta -no se la menciona por su nombre, pero en fin...- es lo que es: un invento de Planeta para hacer caja con la política. Algo muy Lara, por cierto. Ahora bien, si eso da para un documental, que se haga ese documental. De momento, yo me conformaba con ver una película. Aún más, una película de Sorogoyen. Encontrarse con esto no puede dejar de ser una decepción.

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En torno a Stefan Zweig y la cultura de la violación (y hablamos de uno de los intelectuales más moderados y sensatos de su tiempo):

(...) Probablemente -uno cree estar viendo la escena-, (María Estuardo) se permite a veces con él una de esas frívolas confianzas, uno de esos coquetos descuidos femeninos, que en su momento ya fueron fatales para Chastelard y para Rizzio. Quizá se queda a solas largo tiempo con él en sus aposentos, charla con más confianza de lo que la prudencia impone, bromea, juega, se chancea con él. Pero este Bothwell no es ningún Chastelard, no es un romántico que toca el laúd y un trovador, no es un Rizio, un advenedizo adulador; Bothwell es un hombre de sentidos ardientes y duros músculos, un hombre instintivo que no retrocede ante ninguna osadía. A un hombre así no se le puede desafiar y excitar a la ligera. Abruptamente, la coge, aferra a la mujer, que se encuentra ya hace mucho en un estado espiritual vacilante e irritado (...), la toma por sorpresa o la viola. (¿Quién puede medir la diferencia en tales momentos, en que el querer y el defenderse concurren en medio de la embriaguez?)"

Pero, luego, que si se quejan demasiado. Por cierto, Kavanaugh, al final, consiguió su puesto como juez del Tribunal Supremo, por supuesto.

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Uno empieza hablando de Sorogoyen, pasa a Stefan Zweig y acaba con Aitana, de OT. Sin embargo, me sigue pareciendo que hay mucha más vida en Aitana, mucho más zeitgeist, que en los otros dos personajes: Aitana, hace dos semanas, creo, en el plató del programa que le dio la fama, intentando tomarse un serio una cosa que le han compuesto y que se llama "Teléfono" y dándose cuenta en mitad de la actuación del sinsentido de todo ello. Justo ahí, donde ella se lucía cada lunes con una voz portentosa haciendo versiones de clásicos bien preparados y bien trabajados. Entonces, el ataque de ansiedad. Aitana empieza a exagerar las poses, desafina descaradamente y recurre al grito innecesario. Después, se abraza al presentador, parece estar a punto de echarse a llorar y repite "no pasa nada, no pasa nada", frase que asegura decirse a sí misma unas veinte veces cada día.

Aitana tiene diecinueve años y es imposible no sentir una enorme compasión hacia ella. Se podría hablar de su talento pero para eso hacen falta años y canciones. Queda la adolescente, o la post-adolescente, perdida en un mundo de presiones constantes: una compañía de discos dispuesta a sabotear su carrera a cambio de rentabilizar cuanto antes la inversión, que ya están los de la siguiente promoción a punto de salir del horno, y unas amistades algo indeseables que se empeñan en publicitar toda su vida privada y seguir convirtiendo en espectáculo -espectáculo de baja estofa, de culebrón barato- lo que en algún momento debería empezar a ser música. Aparte, el intento constante de agradar a los fans, un intento imposible y perverso, que debe de venir de fuera, del que le repite "sin tus fans, no eres nadie; sin tus fans, no más Bernabéus, no más discos de oro, no más prime time".

Y así, Aitana pide perdón de nuevo (da la sensación de que lleva un año pidiendo perdón por todo, sin que nadie acierte a entender por qué), envía una carta pública para que la sigan queriendo, lamenta no "informar" lo suficiente de lo que le está pasando y luego vuelve a desaparecer. "Lo que le está pasando", he dicho, pero todos sabemos que se refiere a Cepeda, que pide perdón por no compartir con quién se acuesta o se deja de acostar una chica de diecinueve años, algo que no debería importarle a nadie. Menos mal que ya está el propio Cepeda -como ha estado desde el primer momento, por otro lado- para informarnos y pedir comprensión y no sé qué.

De Aitana, ahora mismo, solo cabe esperar una cosa: que salga de ahí corriendo y cuanto antes. Que vuelva a ser ella y no quien ella cree que los demás quieren que sea. Y que si quiere ser cantante, que lo intente. Que lo intente de verdad. En el Bernabéu o en el Búho Real, eso, llegados a este punto, es lo de menos.