jueves, octubre 25, 2018

Making a murderer 2



No voy a decir que la primera parte de "Making a Murderer" no fuera tendenciosa porque lo es desde el mismo título. Con todo, conseguía dar una imagen de cierta objetividad o, si se quiere, de cierta perplejidad ante un caso que deja demasiadas dudas. Incluso sin oír del todo "a la otra parte" -¿pero qué tiene que decir "la otra parte" que no dijera en el juicio, en los interrogatorios, en las conferencias de prensa, incluso en la condena?- el relato era vibrante por lo que tenía de pura cultura del espectáculo: teoría de la conspiración, sentimentalismo y una buena ración de "Perry Mason para millenials".

Otra cosa es la segunda parte, y no sé si eso es bueno o malo. Si desde el principio estás convencido de que la policía conspiró para detener y acusar a Avery -y la mayoría de los que vimos la primera parte, lo estamos-, no es fácil que encuentres algo nuevo que te haga confirmar o cambiar tu opinión. Sí puede haber detalles legales importantes, pero todos siguen la misma línea de lo que sabemos desde 2015. Hay menos espectáculo y algunos críticos lo han señalado amargamente... pero eso no hace al documental menos valioso sino diferente, sin más. Esta ya no es la historia de un hombre acusado por un crimen que nunca cometió, como "El Fugitivo", sino la historia de dos hombres que se pudren en la cárcel mientras nadie puede hacer nada por ellos, mientras su familia se viene abajo y los patriarcas mueren lentamente ante la cámara.

Si la primera parte era la historia de una indignación, esta segunda es la historia de una derrota. Todas las expectativas, incluso las más razonables, acaban viniéndose abajo en un solo rótulo. El negocio está a punto de quebrar. Avery está abrumado por la fama y los moscones se le acercan para aprovecharse de él. El espectáculo, ahora, está en otro lado, y sin duda los autores de esta segunda parte lo sabían. En buena parte, estamos ante el relato acerca del relato: qué hicieron los grandes medios, cómo reaccionó el público ante la primera entrega. Una cosa muy cervantina, si se quiere.

El problema, constantemente, es Kathleen Zellner. Siento decir esto porque en realidad yo no tengo ni idea de quién es Kathleen Zellner, pero la televisión no tiene nada que ver con quién es la gente sino con lo que parece ser, mucho más en un serial que se basa en la premisa "No te fíes de nadie". Zellner es demasiado mediática, en ese sentido, demasiado espectacular, como si fuera a contrasentido respecto a la narrativa del resto del documental. Zellner es el tipo de persona que la cultura popular estadounidense nos ha mostrado como sospechosa: alguien para quien tuitear forma parte de su trabajo, una especie de presidente Trump, con sus exclamativas y todo.

Son demasiadas horas de discursos triunfalistas y análisis minuciosos y muy pocos segundos investigando por qué esos esfuerzos no llevan a ningún lado, es decir, ¿cuánta gente puede odiar realmente a Steven Avery hasta el punto de quedar ciegos ante tanta prueba que se vende continuamente como decisiva? En realidad, supongo, la razón no hay que buscarla en el odio sino en el simple tedio, la pereza, el "statu quo". No movais el avispero, dejadlo como está. Conseguir "que la familia de Teresa Halbach descanse por fin" no depende tanto de la verdad sobre su asesinato sino del hecho de que el estado haya cumplido con su labor: adjudicarse el monopolio de la violencia.

Es obligatorio que, igual que hay dudas en un lado, las haya en el otro: ¿por qué la familia de Halbach está tan satisfecha con la versión oficial? ¿Por qué todos los jueces, uno pot uno, rechazan sin más las peticiones de un nuevo juicio? Al final volvemos a lo mismo: la culpa es del sistema. Y puede que sea verdad y por lo tanto ahí ya no hay indignación sino impotencia y no hay espectáculo sino pura monotonía, pura desidia, la llamada de la mañana, la llamada de la tarde y la llamada de la noche... En definitiva, que sí, te hace pensar, como hacía pensar "The Confession Tapes" pero de tanto pensar acabas planteándote incluso si no te estarán engañando las dos partes.

Más que nada porque suele pasar.

*

Leí "Omega", de Bruno Galindo y Víctor Lenore, sobre el disco de Enrique Morente y Lagartija Nick. Me gustó. Yo en realidad había comprado "Cajas de música ifíciles de parar", acerca del disco de Nacho Vegas, pero me encontré con un error de imprenta como una catedral. En el fondo, salí ganando: el libro sobre Morente está bien, algo deslavazado -como el propio Morente- pero bien. Un libro de los que te puedes leer sin haber escuchado en tu vida el disco del que trata ni cualquier otro disco de Morente. De hecho, el libro consigue que me lo acabe sin siquiera provocarme ningún interés en reparar mi error y escuchar "Omega" cuanto antes. No hace falta. Sé que no me va a gustar, o al menos lo intuyo. No lo consideren una crítica sino un acierto: si lo sé es porque Galindo y Lenore me lo han dejado suficientemente claro. Como detalle, la editorial se ha comprometido a enviarme el de Nacho Vegas y el escrito a propósito de "Una semana en el motor de un autobús", el mítico disco de Los Planetas.

Disco que, por supuesto, tampoco he escuchado.