Primer visionado de "Pauline en la playa". Tarde, como todo. Estaría haciendo otras cosas, supongo. Le prometo a la Chica Diploma una película entretenida, adolescente, pero en la que probablemente no pase nada. Una película de Rohmer, vaya. En buena parte, es así: Mont Saint-Michel, la sensualidad de los cuerpos en verano y las bicicletas, por supuesto, junto a algún bohemio con un punto cínico, hombre vivido, seductor, sin ataduras ni responsabilidades.
Y luego, Pauline, claro. Las adolescentes de Rohmer y su desparpajo. Sin llegar a lo de Clara y su rodilla, pero por ahí cerca. No son nínfulas porque no cumplen los requisitos de Nabokov, es decir, casi todas han cumplido ya los quince años... pero rara vez llegan a los veinte. No sé si la fascinación de Rohmer se centraba en esa edad o simplemente no se atrevía a retrasarla por aquello del qué dirán. No es tanto una fascinación sexual, sino una fascinación de la memoria. Jep Gambardella buscando la gran belleza película a película. Están las chicas, sí, pero también el chico, pelo corto o largo, torso siempre descubierto aunque no necesariamente musculado; es más, normalmente flaco, seguro pero inseguro a la vez.
Quizá la culminación de todo este universo estuvo en la redonda "Cuento de verano". Se habla demasiado poco de Rohmer porque supongo que parece pedante cuando es lo menos pedante del mundo: chico encuentra a chica, chica encuentra a chico, los dos se acaban dando cuenta de que en el fondo no buscaban lo mismo y la vida sigue sin grandes dramas. Mientras buena parte de sus contemporáneos recreaban la ciudad y sus conflictos, Rohmer prefería esperar a que escampara para ofrecernos una buena playa y una cómoda habitación con vistas.
Lo raro, ya digo, es ver estas películas tan tarde. Ver a Pauline el año que, de haber cumplido quince en 1981 como dice la película, ya tendría cincuenta. Los niños nos hacen viejos y no solo los propios sino también los de ficción. Rohmer ve pasar el tiempo, lo recupera en sus películas y de paso nos hace sentir cómo se escapa también el nuestro. Pauline cumple cincuenta, quién lo iba a decir. Cualquier día de estos nos dicen que Kirk Cameron lleva veinticinco años casado.
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La carta de "20 de abril del 90" siempre se me dio un aire insoportablemente paternalista y condescendiente. Un cierto aire machirulo, por decirlo con la terminología actual. El tono pasivo-agresivo de "lo que te has perdido, nena", la referencia al "tío ese", como negativa a aceptar que se ha ido con otro -"el negro es mejor que tú", le cantaba Albert Pla a Joaquín el Necio- y no considerarlo como un fracaso personal sino ¡como una traición generacional! "Espero que tus palabras desordenen tu conciencia", le dice el tío... pues para eso no la escribas, gilipollas.
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Otros aniversarios: el 11 de abril se cumplieron tres años de la muerte de mi padre. Mis seres queridos mueren de trienio en trienio y solo espero que a la oca le toque saltarse este turno. El otro día le comentaba a Roberta todo aquello -ella no sabía nada o fingió no saber nada-, lo duro que fue, lo solo que me sentí, lo fácil que nos lo puso todo papá... Aquello que en vida resultaba difícil de asimilar -su ausencia, su pachorra, su falta total de involucración-, en la muerte resultaba una ventaja indudable. No preguntó, no exigió, no esperó nunca nada. Se limitó a respirar hondo y resignarse.
Me gustaría haber escrito algo sobre él pero cada aniversario se hace redundante. ¿Poner otra vez la misma canción? ¿Recordar los mismos lloros? Bueno, eso se puede hacer aquí, pero, ¿dónde más? ¿A quién le importa, al fin y al cabo? No lloré con retraso la muerte de mi padre como no celebré los diez años de este blog, desde aquel día en el que recibí una caja llena de libros con mi nombre y la foto de la Chica Portada cruzando un puente. El día a día se lo come todo. Y la distancia, creo que eso ya lo dije en el anterior post.
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La Noche de los Libros madrileña, el Día de los Libros catalán, me recuerdan cada año hasta qué punto he fracasado en mi sueño de convertirme en escritor. Mi mujer me dice que no es para tanto, pero los datos están ahí: voy a cumplir 39 años y aún no he convencido a un solo editor de que publique alguna de mis novelas. Nadie está dispuesto y tiene que ser por algo. No pertenezco a ningún grupo, a ninguna pandilla, en ningún lado he conseguido sentirme a gusto y ni siquiera puedo convencer a los medios en los que colaboro de que me dejen escribir sobre algo que no sea deporte.
A los siete años, le decía ayer a la Chica Diploma, mi familia ya se sorprendía de lo bien que hablaba inglés y lo mucho que sabía de deporte. Es como si estos treinta y dos años hubieran pasado un poco en vano: profesor y escritor deportivo, eso es todo.
Por supuesto, las cosas no son como empiezan sino como acaban, pero el comienzo ha sido cuando menos decepcionante. Un esprinter que siempre llega el decimoquinto a meta. Yo creo que merezco más, pero lo creo como el que cree que su hijo es el más guapo. No hay mucho consenso al respecto. Lo peor es la sensación de irme alejando cada vez más, de entrar en ese círculo vicioso de "no eres nadie-no te encargan nada-sigues sin ser nadie". Un círculo que se puede romper en cualquier momento y que no invalida a los que están dentro, que por algo estarán.
La Chica Diploma me habla de mi talento y yo se lo agradezco, pero precisamente porque me gusta demasiado el deporte sé que eso del talento sin resultados no sirve para mucho. Un talento solipsista. Necesitaría un empujón. Un empujón y tiempo y algo de calma, pero a corto plazo eso se está poniendo complicado. Hace unos años solía consolarme con la famosa reflexión de Bolaño en "La universidad desconocida", aquella de "rechazado por editores, por agentes, por el público, por la prensa...". El problema es que yo ya tengo más años que Bolaño cuando empezó a dejar de ser rechazado.
Lo que, probablemente, indique que no soy Bolaño, para qué engañarnos.