La cara quemada, roja, hinchada, justo bajo la placa que indica "Piazza Trilussa" al visitante, un extraño edificio, de apenas dos plantas, en una plaza que por un momento recuerda al sur, a la playa, al turismo de verano y adolescencia. Un oasis en medio del Trastevere donde he quedado con Roberta, a la que hace unos siete años que no veo, ex compañeros de trabajo que, por lo que sea, quedaron como amigos para siempre pese a la distancia de espacio y tiempo.
Roberta, con su marido y sus tres hijos, y su trabajo de media jornada antes de recoger a los críos en el colegio y llevarlos a casa. Cuando nos conocimos, ella acababa de terminar la universidad y estaba con una beca Leonardo. Yo no había cumplido aún 30 años, distribuía cortometrajes y la gente no se moría todo el rato. Nos alegramos mucho de vernos. Una alegría muy natural, muy de abrazo en medio de calle empedrada mientras los coches esperan porque lo de los coches en esta ciudad desafía toda lógica.
Luego, la comida en una terracita donde un senegalés nos quiere vender unas pulseras y se empeña en hablarme en italiano aunque ya le hemos dejado muy claro que soy español. De repente quiere que le regale una flor a Roberta pero le digo que no, que estamos casados... pero cada uno por su cuenta. Decide regalarme antes de irse un cordón rojo, "por mi simpatía", pero lo acabo abandonando en uno de los puentes que unen las dos orillas del Tíber, porque pienso que igual está maldito y si está maldito no quiero que me acompañe en el avión.
En fin, magnífica última jornada en Roma, la Roma histórica, la del Foro, el Palatino, el Coliseo. De ahí la cara quemada: horas y horas andando y admirando, aunque he de decir que me faltó ponerme en situación, el asombro ante los cuarenta siglos -veintipico- que nos contemplan y todo ese rollo. Ver todo aquello como un museo más y no como un lugar de verdad, "donde moría la gente", que dice la Chica Diploma. La distancia del turista, supongo. La distancia de lo que empieza a ser un cansancio importante porque hoy tampoco he conseguido levantarme más tarde de las 7,30.
Las prisas, también. Supongo que ver estas cosas con prisas, sin poder pararte junto a las inscripciones de la Columna Trajana o del Arco de Tito, es un poco absurdo. El síndrome de Stendhal solo me dio, como debe ser, cuando vi la cúpula de Santa María del Fiore justo al otro lado de la ventana de nuestro
bed and breakfast de Florencia, primer día de nuestra luna de miel. El día anterior lo había pasado llorando delante de la tumba de mi padre. Las emociones, desde entonces, han quedado un poco enterradas bajo el día a día y no digo que eso sea bueno, más bien al contrario.
En la explanada que queda tras el Circo Máximo, según te acercas a la
Bocca della Verità, un montón de chavales sacados de distintos viajes fin de curso tiran piedras y sacan bocatas. Unos actores se disfrazan de gladiadores y por megafonía se anuncian las próximas exhibiciones. Hace mucho calor en Roma en abril, como para imaginársela en julio o agosto. Mejor así, mejor a traición, por la espalda. No en verano, sino justo antes. No en la adolescencia, sino mucho, mucho más tarde. Tan tarde que al bajar del avión, Prince ha muerto y yo solo puedo recordar las noches furtivas viendo fascinado su película "Purple Rain", volver a la tarde que compré en El Corte Inglés el "Diamonds and Pearls", y extrañarme porque nadie, absolutamente nadie, mencione aunque sea de pasada a Wendy y Lisa.