Via Giulia en absoluto silencio. Calle sacada de película de Sorrentino donde solo faltan unos curas o unas monjas a paso apresurado. Corre paralela al Tíber y detrás de sus palacios del Renacimiento se oye algo que parece un pequeño concierto de voz y cuerda, probablemente dentro de alguno de los barcos que descansan en el río. Son casi las diez de la noche y la calle está oscura, completamente oscura. A un lado, el bullicio turista: al otro, el agua. En medio, como siempre, yo. Mi libreta, mi boli y mi mapa que soy incapaz de interpretar la mayoría de las veces.
Lo gracioso del río en esta ciudad es que está en todas partes. Por ejemplo, desde el Trastevere, desde el pequeño restaurante familiar del Trastevere donde he cenado una
bistecca. el GPS me recomienda que cruce el Tíber dos veces para llegar al hotel. Todo para acabar de nuevo a la orilla, al borde del tercer puente. Ha sido un paseo largo. Más que eso. Un paseo reivindicativo, de decir "aquí estoy yo, puede que no haya vuelto del todo pero ya no soy el que se queda en los hoteles descansando fatigas incomprensibles". Lo primero, el callejeo hacia la Piazza Navona, un callejeo agradable, con algo de viento para mitigar el calor, inicio del atardecer en Roma.
La propia Piazza Navona como lugar espectacular. Ese gusto por la amplitud de las plazas romanas; esa necesidad, por otro lado, de llenarlas de terrazas carísimas cuando probablemente estarían mejor al natural. De ahí, corriendo, al Panteón, justo en el último minuto de admisión, un paseo muy rápido, muy breve antes de que la megafonía nos invite a marcharnos. Un Panteón, por cierto, convertido en Basílica. Inevitable, supongo, pero decepcionante. Demasiadas vírgenes, demasiados cristos.
El inicio de algo que podríamos llamar hambre y que no se calma con una botella de agua comprada en una pizzería 24 horas de Via Arenula. Cruzar el Ponte Garibaldi y dejar a un lado esa rareza llamada Isola Tiberina, como si hubieran plantado una villa del lago de Como en medio de la capital de Italia. El Trastevere. La cena. La magia de los faroles y las calles al estilo barrio latino, con su iluminación justa, su aire
rive gauche. En el restaurante, los dueños me dicen que no vaya andando al Ponte Sixto, que está muy lejos. Me lo dicen en italiano porque no hablan inglés y la
conversación, por primera vez en día y medio, fluye sin problemas.
Quizá todo sería cuestión de quedarse más y más tiempo.
Muy lejos para ellos son quince minutos, pero en realidad ni siquiera hay quince minutos sino diez, y mi destino no es el Ponte Sixto sino, ya digo, la Via Giulia al compás de la voz desconocida, después el Ponte Sant´Angelo, la vuelta al castillo a ritmo de guitarras eléctricas. El espacio. La amplitud. Cómo es posible que una ciudad pueda ser tan angosta y tan ancha con tan pocos metros de diferencia. Después, la Piazza Cavour, donde un grupo de adolescentes me gritan "Scussi, ha una sigaretta?" y yo contesto que no, sin alardes, mientras sigo caminando, Luis Suárez marca el 0-5 y Neymar el 0-8. El hotel se acerca como una meta. Una curva a la derecha, otra a la izquierda, otra de nuevo a la izquierda.
Me doy instrucciones mentales en italiano. Me paso todo el camino, de hecho, farfullando en italiano, como si eso me fuera a evitar cualquier disgusto, como si los turistas merecieran más disgustos que los locales o al menos los turistas que lo intentan merecieran más cariño que los turistas que se limitan a mostrar su acento arrogante. Al final, el Dei Mellini, escondido, como siempre. Nunca un hotel de lujo supo camuflarse mejor en una ciudad que no se da a los subterfugios. Última noche y última mañana, la de recuperar el Imperio Romano. A pie, por supuesto. Le pese a quien le pese.