Roma es una de esas ciudades que uno da por sentadas. Cuando se va de especialito por la vida, pararse en obviedades como Roma, París o Barcelona suponen una pequeña rendición. Sí, son hermosas. Algo más, quizá. Son historia viva, especialmente en el caso romano, pero reconocerlo sería demasiado fácil, así que el especialito se ha pasado 38 años, casi 39, sin pisar la ciudad solo por hacerse el interesante... Todo para caer rendido a las primeras horas de estancia, entre coches que circulan sin prudencia alguna y pollos asados a catorce euros el muslo.
Ni siquiera he venido
motu proprio: me manda una revista para entrevistar al protagonista de una serie de la FOX. De hecho, es la FOX la que se encarga del resto y lo hace con una diligencia irreprochable: billete de ida y vuelta, dos noches en un hotel de cuatro estrellas superior, justo a lado del Tíber, a unos quince minutos andando del Vaticano... Estar en Roma me resulta tan improbable que me cuesta mucho explicar las sensaciones. De entrada, algunas se parecen a las de Florencia hace ya casi tres años, guiños similares de los siglos pasado en cada esquina.
Sin embargo, esto es algo más y es algo más que se descubre no solo en la realidad, es decir, en los pequeños palacios, las pequeñas iglesias, los pequeños patios interiores escondidos detrás de cada calle peatonal llena de tiendas de Dolce&Gabbana, sino en la expectativa: en el mapa extendido en la cama con distintas posibles rutas que me permitan hacer en dos días lo que no he hecho en cuatro décadas: lo cinematográfico -Piazza di Spagna, Fontana di Trevi-, lo mítico -Vaticano- y lo histórico -Panteón, Coliseo, Foro...- delante de mi en dos dimensiones, imposible intuir cómo podría ser en tres.
La irrealidad acompaña al viaje desde el momento en el que este se produce después de que el Niño Bonito haya dormido diez horas seguidas por primera vez en su vida. Las prisas al aeropuerto, la taquicardia del despegue, el dolor de oídos del aterrizaje, las dificultades para encontrar billetes de tren, de metro... la escasa colaboración de los
carabinieri y mis entrañables intentos por hablar en italiano con gente que me acaba respondiendo en inglés porque no, no doy el pego.
De Roma Termini a Lepanto y de Lepanto, tres o cuatro calles hasta el Mellini. Luego, lo que iba a ser un paseo corto para almorzar cualquier cosa se convierte en una caminata cruzando el río, caminando por Corsi en dirección a lo que yo creo que es la Piazza di Spagna pero acaba siendo la Piazza del Popolo, impresionante, abierta, diáfana... Una caminata de las cinco de la tarde en una ciudad iluminada por el calor de verano. Una caminata maravillosa, en definitiva. El turista madrileño perdido entre la multitud de turistas de todo el mundo. Una especie de Nueva York mediterránea.
Después, ya saben, el pollo asado a precio de entrecot y el camino de vuelta. Ponerme guapo para la premiere de Outcast porque puede que no todo el mundo sea guapo en Italia, pero los guapos lo son más que en ningún otro lado, y ahí están, alfombra roja, grupo de cinco periodistas españoles en el mogollón, ocupando localidades reservadas justo detrás de un tipo que parece una mezcla entre Mario Vaquerizo y Javier Bardem en "No es país para viejos".
Medio cena -zumo de naranja, eso es todo- en un agradable bar cerca de la Piazza Cavour y precioso camino de vuelta a casa rodeando el foso del Castelo de Sant´Angelo.
Hay una cosa que me disgusta en París y es lo mismo que me fascina de Roma: su continua monumentalidad. La diferencia es que en Roma encaja con una naturalidad asombrosa mientras que en París está ahí pegando gritos para que la mires. Roma es el pibón con conciencia de pibón y el pibón a la sombra. Lo evidente y lo secreto. El encanto está ahí, obviamente, en esa capacidad de convivir con la belleza, la gran belleza, sin miedo a estropearla; el bullicio de la gran ciudad occidental que siempre parece estar a otra cosa.
París siempre me pareció una ciudad ensimismada. Barcelona también coquetea demasiado con el narcisismo. Roma, de momento, no, aunque hay que reconocer que "de momento" son solo nueve horas, así que tampoco exageremos el entusiasmo. Mañana, a las ocho, me llevan a entrevistar a Philip Glenister. A mí y a otros tantos periodistas internacionales. Tengo tantas cosas que preguntarle que probablemente no le pregunte nada. Tengo momentos de depredador y momentos de presa. Leo un libro en catalán mientras hablo en inglés con italianos. No sé muy bien lo que hago, en general.
Pero lo hago. Eso, hace seis meses, habría sido impensable.