Voy leyendo a Vila-Matas, con todo lo que eso supone, es decir, perderse y encontrarse y volverse a perder según a él le dé la gana. Antes de Vila-Matas, durante el verano, leí solo tres libros más. Dos eran infames, o al menos uno era infame y el otro era solamente una memez. El bueno de los cuatro, porque el de Vila-Matas de momento tampoco me está entusiasmando -me parece algo así como un chiste muy largo o, mejor, una colección de chistes muy largos- es el de Tallón, precisamente el único que no es un libro en sí sino una fantasía de libros ajenos.
Son días raros, estos de septiembre. Cuando entro en la barbería suenan los Pixies, "All over the world". Cuando me voy, una hora más tarde, tienen puesto "Hey Joe!", de Jimi Hendrix. Lo que he sufrido en medio nadie lo sabe: Azúcar Moreno versioneando a Lalo Rodríguez y cosas aún peores. En el espejo me he visto mayor. Muy mayor. Idéntico a mi padre cuando tenía unos veinte años más que yo y estaba a punto de morirse. Luego, con el pelo corto y la barba arreglada, la cosa mejoró.
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Lo curioso es que septiembre sea tan raro, que dé tanto miedo, cuando hace años era el mejor mes con diferencia. Me refiero a los años en los que el curso empezaba en octubre y por lo tanto estábamos en los minutos de descuento de las vacaciones, ya con todo el mundo en Madrid, las tardes libres para tirarnos en el Parque de Berlín, ver alguna película argentina o viajar a Cuenca para emborracharnos en San Mateo.
Las tardes de septiembre eran sobre todo tardes de baloncesto. De Noel y Nacho en las pistas de Puerto Rico. No diré que no eran tardes de chicas porque todas las tardes eran tardes de chicas, pero a nosotros nos gustaba llamar a aquello "la pretemporada": una tensión competitiva que iba creciendo y creciendo y se desataba el día que descubrías con quién te había tocado en la misma clase y la correspondiente estrategia para conseguir sentarte lo más cerca posible.
Sí, siempre fui un chico de septiembres. Empecé una novela con esa declaración de intenciones. "Un chico de otoños", me definía, en mi papel de narrador-protagonista. La verdad es que acabé borrándolo todo porque me pareció que no tenía la menor importancia pero ahora, con el tiempo y el miedo y la angustia a otro año sin trabajo fijo -el estatus del freelance no es el éxito, es simplemente que te respondan los emails-, sí me parece que alguien que ve en los comienzos un reto es a la fuerza un personaje a priori interesante.
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A la Chica Diploma le estremece la foto del niño ahogado en la playa "porque viste igual que Álvaro". Es cierto, es lo primero en lo que me fijé yo. Eso es lo que se llama en periodismo "el kilómetro sentimental". El mismo niño con otras ropas, con otro color de piel, no habría provocado el mismo espanto. Lo que tiene esa foto, lo que la hace necesaria, es precisamente lo que hace valioso al poema de Martin Niemöller: "Mañana podrías ser tú o, peor aún, podría ser tu hijo".
Luego está la duda sobre si los niños son buenos medidores de realidad, que es una duda sin más, no se escandalicen. La apelación a los niños siempre me ha parecido burda, porque los demás también mueren y los demás también pueden ser débiles e indefensos o tener una vida delante truncada. Lo que nadie duda es que es efectiva: si a alguien le preguntan por "La lista de Schindler" siempre recordará la niña del abrigo rosa en medio de un horror en blanco y negro.
Lo que está pasando en Europa es grave pero ni la mitad de grave de lo que está pasando en los lugares donde la gente huye a Europa. Ìo cercavo la grande bellezza, mà non l´ho mai trovata, concluía el esteta Jep Gamabrdella en la película de Sorrentino y supongo que el problema es ese, que Europa se ha anegado en la estética y ahora no sabe dónde demonios buscar una ética en condiciones. Y cuando digo Europa digo los europeos. Casi todos. Usted y yo incluidos. Los de la guerra preventiva y los del "no a la guerra" con florecitas en el pelo. Los que, como Kant, ven sublime la tormenta en el horizonte, la que se lleva por delante al otro.