Alrededor de Cuba circulan dos tópicos irritantes: que son pobres, sí, pero muy felices, y que el sexo, o al menos la sensualidad, es uno de sus mayores atractivos. En "El rey de La Habana" Agustí Villaronga cae en el segundo pero al menos nos libra del primero, que es con diferencia el más empalagoso: no hay nada de felicidad en esta película y no la hay desde el primer minuto, cuando una sucesión de tragedias nos invita a pensar que estamos ante una comedia que resulta no ser tal.
Los personajes son pobres, sí, pero sin matices. Es una ciudad vieja, que se derrumba llena de suciedad. No hay comisarios políticos al estilo de "Fresa y chocolate" pero en realidad no hacen ninguna falta porque los protagonistas no son contrarrevolucionarios sino simples buscavidas, "muertos de hambre", como se les llama varias veces durante la película, supervivientes con tendencia a la picaresca, pequeños lazarillos mulatos.
El segundo tópico, el del sexo, sí que está presente en la película hasta aburrir. El protagonista, aparte de ser algo parecido a un vagabundo, tiene un pollón grandote, que diría Albert Pla. Villaronga no nos ahorra ningún matiz a la hora de mostrar la fascinación de todas las mujeres con las que se cruza -y un par de hombres-.por esa verga descomunal que al final se convierte en un modo de ganarse la vida. Por lo demás, hay que reconocer que aunque la película no está mal, sobre todo porque está bien actuada y no admite moralinas baratas, llega un momento en el que se estanca y el final, sin entrar en detalles, se hace un poco largo y bastante exagerado.
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Perdidos y muertos de hambre, dentro de los límites de un estado europeo de bienestar, están también los personajes de "Drifters", una muy interesante película sueca sobre los márgenes de la socialdemocracia. En realidad, todas estas historias son muy semejantes y lo que marca la diferencia es la pericia a la hora de narrarlas: una mujer de unos cuarenta años, enganchada a las drogas, pierde su piso por no poder pagar el alquiler y acaba en una comunidad de toxicómanos que viven en sus caravanas al margen de la ley pero protegidos de alguna manera por los servicios sociales.
El resto, ya imaginan, camellos por aquí, camellos por allá, mucho pesimismo, robos y palizas, navajazos en mitad de las plazas y el largo etcétera habitual pero muy bien dosificado. Me gusta precisamente ese tono neutro del director, su distancia con respecto a todo y su nula voluntad de encontrar a la sociedad culpable de nada. Sus personajes, simplemente, van a la deriva y en la deriva se pierden, dejando por el camino alguna gotita de humanidad.
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Llueve en San Sebastián y la ciudad, sorprendentemente, está aún más bonita, como una actriz sin maquillaje o como Times Square un sábado de agosto a las nueve de la mañana. Llueve en San Sebastián y me refugio en los portales mientras hablo por teléfono con la Chica Diploma y le digo que la quiero, que la echo de menos, que lo estoy intentando todo, pero que a veces con intentarlo no basta y que, al fin y al cabo, para volver siempre hay tiempo. El Niño Bonito está con mocos y fiebre y yo tengo la sensación de que debería estar ahí.
Pero no estoy ahí, estoy aquí: Olivia Delcán saliendo del María Cristina y unas chicas turnándose para hacerse fotos con ella, luego los dos en el Bar Tánger -Dakar, creo que le dije, pero Dakar es un recuerdo de infancia, de bocadillos y hamburguesas en 1988- mirando pases de películas y esperando a que llegue la hora de cumplir con nuestros compromisos: ella, atender a los medios; yo, seguir viendo una película tras otra y no dejar que la realidad se filtre demasiado por las rendijas.
Durante la comida estuve con Alberto, David y los dos Pedros. Conversación generacional, de nuevo, con todo lo que eso implica. Oportunidades y falta de oportunidades y planes B que suenan tan utópicos como los A.
Lo bueno es que luego llega la noche y la tormenta y, sobre todo, la paz después de la tormenta, esa bruma muy muy baja, que hace de aureola de la playa y los montes. Los barcos amarrados y botando contra el oleaje, el silencio solo interrumpido por el rugido del mar y los neones rojos del Hotel Londres que parecen pertenecer a otro siglo, otra vida. Luego, en la pensión, algo de nostalgia en forma de relectura de emails: 2002, 2003, 2004... años en los que también estuve aquí y en los que las dudas eran las mismas como los mismos eran los miedos.