lunes, septiembre 21, 2015

Festival de San Sebastián 2015. IV. El jardín de Fernando Trueba



Al parecer, las declaraciones de Fernando Trueba cuando recibió el Premio Nacional de Cinematografía, aquellas en las que aseguraba no haberse sentido español "ni cinco minutos de su vida" han causado una notable polémica fuera del Festival. Aquí, sinceramente, el tema no ha dado más que para un par de titulares. Es posible que Trueba exagerase y sí se haya sentido español al menos media hora. Es muy complicado no sentirse algo que uno es todo el rato. Otra cosa es ser tan burro como para no entender lo que quería decir: a la hora de afrontar el cine, el arte en general, ser español no es más que una circunstancia no elegida que no le obliga a uno a nada.

Es curioso que uno de los pensadores más españoles de principios de siglo, Miguel de Unamuno, rescatara aquella máxima de Terencio, el "Nada humano me es ajeno" y a nadie le pareciera un escándalo mientras que a Trueba, por mantener un discurso digamos que internacionalista en tiempos de nacionalismo extremo, se le venga el mundo encima. Uno de los líderes de la jauría ha sido el inefable Luis del Pino, que lamentaba ayer en Twitter que Trueba no se pudiera alegrar de los éxitos de la selección española, un ejemplo de cómo es posible no entender nada de nada y actuar siempre de mala fe.

Si pienso en la cuestión y me pregunto a mí mismo, puede que sí, que me sienta español. Trama de afectos y tal. No es un tema que me ocupe mucho, pero bueno. Otra cosa es que me tenga que alegrar cuando Rafa Nadal gana un torneo y mucho menos cuando se lo gana a Roger Federer. Miren, pues no. Y no me obliguen a ello porque a mí Nadal no me gusta como juega y no es ningún drama. Pensar que por no sentirte español no puedes disfrutar de los triunfos de un jugador o una selección nacional es ver el asunto al revés: la cuestión es no estar obligado a disfrutarlo, permitirse la excentricidad o simplemente considerar que lo de fuera puede ser tan tuyo, tan humano, como lo de dentro... sin que eso sea una ofensa para nadie.

Y creo, de verdad, que es un jardín en el que han metido a Trueba sin que él haya puesto demasiado de su parte. Podría haber dedicado su Oscar a Berlanga o a Azcona y no a Billy Wilder, pero nada de Billy Wilder le era ajeno. ¿De verdad hay que molestarse tanto por ello?

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Hablando de sentimientos españoles, ayer tuvimos una doble ración intensa: primero, por supuesto, el partido de baloncesto, acogido con una naturalidad asombrosa en la victoria porque en buena parte de San Sebastián el plural se sigue utilizando para referirse a la selección sin que parezca que la otra parte se sienta demasiado turbada por ello. Fue un visionado extraño: cuatro periodistas alrededor de una mesa con un ojo en el partido, otro ojo en Twitter e interlazando comentarios de la última película vista junto a la última canasta recibida.

Después llegó el pase de "Mi querida España", un proyecto con muy buena pinta y que desgraciadamente se queda en miuy poco. El documental pretende resumir los casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos I a partir de cortes de entrevistas en radio y televisión de Jesús Quintero. Lo que está, está bien, salvo alguna trampa habitual en el género. El problema es todo lo que no está. Frente a Quintero ha pasado tanta gente tan importante, tan interesante, que reducirlo todo a una hora y media entre chirigotas de Cádiz te lleva a la incómoda sensación de que te han dejado a medias.

En cualquier caso, es un buen ejemplo de lo rápido que pasa todo. Lo fugaz del apocalipsis. Temas que en su momento fueron cuestión de vida o muerte reducidos a nada con el paso de cinco, diez, quince años. Temas que se tocaban de pasada convertidos al poco tiempo en presencia inevitable en todos los debates. Un poco de hartazgo, la verdad, pero, si se fijan, aquí el baloncesto también es una buena metáfora: del partido perdido contra Italia en la primera fase al triunfo final ante Lituania han pasado solo diez días. Los jugadores y el entrenador son los mismos. La prensa y los aficionados no tienen nada que ver.

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Del resto de películas hay poco que reseñar: "21 noches con Pattie" cumple durante una hora y se pierde durante la media hora restante, puede que algo más. El pase de "Hitchcock y Truffaut", que tanto prometía, ha quedado un poco en nada: un repaso a la famosa entrevista de 1962 con pocas novedades, quizá solo el gusto de escuchar al propio Hitch con su voz profunda y su acento británico pronunciar las frases más contundentes. Mucho Scorsese hablando y pocos ejemplos con imágenes de lo que Hitchcock habla en la entrevista. Supongo que era la única manera de vender el proyecto a una productora.

De "Amama" se dice que no está a la altura de "Loreak" y sobre "Anomalisa" hay división de opiniones incluso entre los que se quedaron dormidos viéndola. Los días pasan y con los días el cansancio. Ayer me levanté a las diez de la mañana y a las dos de la tarde ya estaba de nuevo en la cama completamente agotado. Con todo, hay algo que ha cambiado, algo que se podría llamar "actitud". Pese a la zozobra profesional -sinceramente, no consigo encontrar temas que proponer, entrevistas que cerrar, un reclamo que vaya más allá de estas crónicas- mi relación con el Festival y con la ciudad son mucho más amables, más seguras. 

Puede que en ello influya la edad, el anillo de casado en el dedo y las fotos que me manda mi mujer con el Niño Bonito disfrutando del partido con su camiseta del Estudiantes. Entre tener un trabajo fijo para toda la vida y tenerlos a ellos, sin duda lo segundo resulta mucho más tranquilizador.

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Eso no quiere decir que haya dejado de ser el chico de las gafas torcidas en las fiestas de pibones del Bataplán. Lo sigo siendo. Fiestas de películas que no me gustan con actores y actrices que no conozco. La necesidad de tomar una copa y olvidarme un poco de todo, de nuevo con Emiliano y Victoria como excelentes compañeros de viaje. Al parecer, ahora son más estrictos con las invitaciones, pero el lugar me pareció más acogedor, menos ruidoso, menos hostil. Nada que ver con los días en los que me emborrachaba con Nacho Vigalondo y pedía teléfonos a las chicas del jurado joven.

De hecho, del jurado joven aún no he sabido nada y llevo ya cinco días aquí.

Todo se resume a apoyarse en la balconada que da a la playa de la Concha y contemplar las luces sobre el Igeldo o sobre el Urgull, aquel monte que subiera en 2008 entre sudores y sofocos para ver a una chica llorar mientras un velero se escondía en el horizonte. San Sebastián es poética, sí, pero las gafas siguen torcidas y me acompaña algo parecido a una sensación de complejo. Menos mal que aparece por ahí Marian Álvarez con su jersey azul y sus vaqueros y sus ojos brillantes. Menos mal que está Julián Villagrá y podemos hablar de cuando éramos vecinos en la calle Churruca, número cuatro, y los pisos se derrumbaban unos sobre otros. Menos mal la normalidad, en definitiva, el camino de vuelta, la habitación de la pensión, el espejo que empieza a vibrar de madrugada, un ruido confuso que me despierta a eso de las seis y que parece producto de la típica vibración de las paredes cuando un motor para en el semáforo cercano.

Solo que mi habitación da a un patio interior y en San Sebastián, a las seis de la mañana, no hay coches.