domingo, septiembre 20, 2015

Festival de San Sebastián 2015. III. Mi gran noche


Álex de la Iglesia tiene una idea. La formula muy por encima y se da cuenta de que funciona, que objetivamente es buena y que se puede hacer algo con ella. Piensa en los actores y las actrices y en un par de situaciones geniales y se lanza a escribir el guion junto a su inseparable Jorge Guerricaechevarría. Las primeras escenas son brillantes, potentes y veloces, enganchan al espectador y lo meten en medio de un remolino de imágenes y sonidos, la idea convertida ya en un universo completo... y cuando llevan veinte minutos de película, todo se viene abajo.

Esta podría ser la sinopsis de "Mi gran noche" como podría ser la sinopsis de cualquiera de las películas de Álex de la Iglesia excepto, quizá, curiosamente, la primera, "Acción mutante".

No estamos ante una película horrible, ojo. El inicio, como digo, es brillante; la idea es genial, probablemente sin necesidad de algunos excesos, y hay gags muy buenos, aunque a veces repetidos. De hecho, a veces uno tiene la sensación de no saber si está viendo un largometraje o un programa de "La hora de José Mota" sin José Mota. Los actores están bien, incluso Mario Casas, y las actrices son guapísimas todas, un derroche de belleza que encaja además con el frenesí y la voluptuosidad narrativa que usa De la Iglesia en algunas secuencias. Lo de Luis Callejo, como siempre, es un escándalo.

Y luego, por supuesto, está Raphael. Y está muy bien las dos primeras veces que le ves, incluida una primera aparición deslumbrante. Luego, incluso Raphael convertido en Alphonso te llega a aburrir porque no es sino otro chicle estirado y estirado alrededor de la misma broma y la misma parodia de uno mismo. Eso sí, a la salida, al menos tres silbábamos enloquecidos la canción, así que para su carrera le vendrá bien y para la de Álex tampoco vendrá mal porque, ya digo, siendo más de lo mismo, el talento sigue estando ahí.

Yo entiendo que si él se lo pasa bien rodando este tipo de película y además funciona en taquilla no encuentre motivo para dejar de repetirse. La lástima es esa sensación de "no pudo ser" que acompaña a su cine, como el que pudiendo convertirse en Zidane, se empeña en quedarse en Movilla.

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Sin tanta fanfarria, ni tanto sonido a todo volumen, ni veinticinco personajes introducidos en un minuto y medio, "Isla bonita" es una auténtica joya en tiempos de pocos riesgos. Si no es una genialidad, lo parece, precisamente por lo poco pretencioso de la propuesta. Un poco al estilo Woody Allen, Fernando Colomo rueda una película sobre sí mismo y sus amigos de Menorca y resulta que todo sale suave como la seda: para empezar, él está soberbio actuando, las situaciones son de una naturalidad pasmosa y el espectador queda entre la sonrisa y la carcajada toda la película.

Eso puede ser fácil pero no lo es. Por no complicarse, no ha cambiado ni los nombres de los actores: todos, menos Silvia, se llaman como en la vida real, incluida la maravillosa Olivia Delcán. Me van a disculpar pero Delcán es una debilidad personal desde que la vi en un corto de Medina del Campo, hace pocos meses. Aparecía cuarenta segundos y se comía la pantalla. Ayudada por un físico frágil, infantil, que contrasta con su contundencia en la actuación, tengo el convencimiento de que esta actriz de 23 años va a ser "the next big thing". Lo que no sé es si lo será aquí o si lo será fuera de España, dado su prodigioso dominio del inglés y la escasez de buenos papeles para actrices jóvenes en las producciones locales.

De fondo, ya digo, Menorca. Yo siempre he sido de Fuerteventura o incluso Lanzarote, pero puede que Menorca me valga. Y la familia Román, incluida Olga, la maravillosa cantante, y las torpezas, los desnudos, la sensualidad mediterránea que impregna toda la película sin convertirla en un anuncio de Estrella Damm, y eso que en ocasiones hay que reconocer que bordea lo empalagoso. Bien, fácil y divertido, la receta de siempre de Colomo que sigue funcionando treinta años después.

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La ciudad es la misma pero a la vez es distinta. Lo comentábamos Victoria y yo el otro día: el tremendo impacto de la desaparición absoluta de ETA y su violencia más o menos soterrada. Aquellos años en los que pasabas las hojas del periódico sin abrir la boca, no fueras a molestar, las tabernas llenas de carteles, las manifestaciones del Bulevar de cada sábado, las pancartas que daban la bienvenida al Barrio Viejo casi como una amenaza...

ETA siempre tuvo un respeto absoluto por el Festival y supongo que ese respeto tendría un precio, es decir, las cosas empeoraban cuando te ibas pero incluso ahí se palpaba la tensión, una tensión que no se entendía en una ciudad tan hermosa, tan abierta, tan rica. Ahora no existe nada de eso y da la sensación -una sensación de turista que pasa diez días al año, tampoco nos crezcamos ahora- de que la convivencia ha mejorado mucho, que todos los sitios vuelven a ser de todos, que no hay tensión ni violencia ni persecución.

¿Cómo se ha conseguido algo así? Lo desconozco. Pasar del todo a la nada en tan poco tiempo es algo increíble. Hace diez años, el País Vasco seguía teniendo un estúpido aire a territorio comanche que ahora ha desaparecido esperemos que para siempre. Diez años es muy poco tiempo, claro que hace menos tiempo aún, solo cinco, en Cataluña gobernaba el PSC de Montilla.