Hay en la nueva película de Marc Recha un exceso de nada... pero una nada, eso sí, muy agradable, de padre contándole un cuento a su hijo en medio del Macizo del Garraf. Sé que hay a quien esa nada le ha terminado de tocar la moral en una sección oficial sorprendentemente floja, pero yo, desde luego, he pasado por cosas peores. Ni siquiera la presencia constante de Sergi López, un actor con el que no he podido nunca, ni cuando se comía el mercado francés a principio de siglo, consigue molestarme.
El pase, además, llegó después de la muy turbadora "El hijo de Saúl", la gran ganadora en Cannes. Desde una perspectiva casi de videojuego, con la cámara apoyada en el protagonista durante prácticamente dos horas y muy pocos planos abiertos, el director consigue transmitirte una continua sensación de agobio, de horror, de confinamiento dentro de un campo de concentración nazi, es decir, un entorno que ya hemos visto mil veces en el cine. Nunca sabes lo que va a pasar después: solo ves lo que ve él, el resto está deliberadamente desenfocado.
Es cierto que era la película número veintidós en poco más de seis días y que la echaron a las cuatro y media de la tarde, pero pocas veces he salido del cine con una sensación de mareo tan fuerte, con una angustia tan cerrada. Desde luego, estamos ante una genialidad a la que le auguro poco éxito comercial, pero genialidad al fin y al cabo. Y la dureza constante, desde el minuto uno, sin concesiones, sin niñas con abrigo rojo que corretean por el gueto. No: exterminio y más exterminio y terror constante. Las sutilezas dejémoselas al "Niño del pijama de rayas" y similares.
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Muy poco sutil también "No estamos solos", un documental flojísimo producido por El Gran Wyoming y dirigido por Pere Joan Ventura. El género documental es uno de los más potentes de la industria española desde hace años. Con muy pocos medios se hacen maravillas y uno no puede venir a San Sebastián con la ideología por delante para traernos una cosa en la que queda claro que los buenos son muy buenos y los malos son muy malos y que solo funciona como acto religioso de fe.
Centrado en los años posteriores al 15-M, el documental repasa los distintos movimientos de protesta social frente a la represión del Estado y la doctrina del shock. En ningún momento hay un cuestionamiento de esos movimientos, ni una explicación más allá del tópico ni una voz discordante. Todo, ya digo, como en misa. Las imágenes tampoco resultan especialmente potentes, ni los testimonios de los activistas. Un batiburrillo entre yayoflautas, mareas verdes y blancas, defensores de la antigua ley del aborto y esa mezcla de todo lo anterior que fue "La marcha de la dignidad", donde se dice que participaron dos millones de personas y el director se queda tan ancho.
En una palabra: propaganda. Es una pena porque todos los que me leen saben lo que fue mi adhesión casi sentimental al 15-M y lo mucho que creo que salió de ahí para bien o para mal. Incluso el limitado "Libre te quiero" de Basilio Martín Patino tenía más sustancia o al menos más poesía que esto.
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Un pequeño párrafo para "Los demonios", película quebequesa a concurso y que han echado esta mañana en el Victoria Eugenia -la vigesimoquinta para mí, pero es que esto ya se acaba-: digamos que la sinopsis apuntaba a mucho más, que el director parece que está todo el rato a punto de atreverse con algo pero no se atreve nunca y que para hacer películas sobre niños frágiles confundidos dentro de un entorno complicado ya tenemos "Los cuatrocientos golpes" desde hace 50 años. No es un desastre absoluto porque pasar por encima de los temas hace que des poco margen al enfado, pero dos horas de película deberían haber dado para más.
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Encontré el restaurante donde iba a comer con Iratxe cuando vinimos aquí en 2008. No es que me hubiera matado a buscarlo, pero el caso es que lo encontré y me tomé mi medio pollo. No sé si llegué a estar con la Chica Diploma en 2012, es probable porque soy hombre de ideas fijas. Es un sitio agradable pero muy mal ubicado, en una de las calles que llevan a las escaleras del Monte Urgull, suficientemente lejos del puerto y suficientemente lejos del Barrio Viejo como para quedar en tierra de nadie.
Además, han cerrado la ventana de atrás, la ventana que quedaba casi a ras de suelo porque los barrios con cuestas es lo que tienen y por donde un día saltó un tipo, robó un bolso y volvió a huir corriendo. Ahora, el sitio es más seguro pero más aburrido, especialmente un jueves por la noche o más bien a última hora de la tarde. Lo bueno de San Sebastián es que no es lugar para melancolías ni nostalgias. Su presencia es tan constante, tan apabullante cada vez, que resulta complicado ponerte a pensar en las veces anteriores.
Ayer, en mi repaso nocturno, encontré las películas que había visto en 2006, en 2007, en 2008... prácticamente no recordaba ninguna y mucho menos recordaba al chico que escribía de ellas con tanta convicción. Incluso el presente resbala: es viernes, último día de proyecciones para prensa, penúltimo del Festival y antepenúltimo de mi estadía. Llevo aquí más de una semana y ni siquiera me he dado cuenta. Durante meses tuve como fondo de pantalla del móvil una foto de La Concha de noche. Ya he dicho antes que San Sebastián, y en especial su playa de referencia, ganan de noche, pero no he comentado lo loco que me vuelve el hotel en lo alto del monte Igeldo. La improbabilidad de ese edificio, en ese lugar, rodeado de oscuridad y bosque y con sus pequeñas ventanitas encendidas.
Una pizca de irrealidad en una ciudad, por lo demás, completamente serena.