jueves, septiembre 27, 2018

Insomnio



Del hospital, recuerdo el frío y los nervios. La primera noche, empapado en sudor mientras el aire acondicionado me obligaba a pedir otra manta en pleno mes de agosto. "Morir en Villalba", me repetía a mí mismo, "morir en Villalba", como si aquello tuviera un punto irónico del destino o fuera un colofón estético a algo, vete a saber el qué. Me pusieron en una planta llena de chavales jóvenes que se alborotaban en cada cambio de turno como si aquello fuera un patio de instituto. A mí me parecía bonito. Supongo que porque en realidad no me estaba muriendo, los análisis iban saliendo mejor y el alta parecía algo más factible sin necesidad de pasar por ningún quirófano.

El frío y los nervios, en cualquier caso. Eso y los programas matinales de televisión. Los anuncios de micropréstamos y casas de apuestas sucediéndose uno tras otro como si fueran plenamente conscientes de que una cosa lleva a la otra. La dependencia. La horrible sensación de dependencia, de vulnerabilidad, de ser uno más, un nombre asociado a unos síntomas. Yo, el especialito, uniformado con mi pijama azul dos tallas más grande, peleándome con el gotero por los pasillos...

Las noches también, claro. Todas las que vinieron después de la primera. Cuando todo el mundo se va y te quedas solo. Solo en un hospital. Puede que a los demás les viniera fatal que yo estuviera enfermo pero el que estaba solo en un hospital a las once, las doce, la una, las dos... sin poder dormir ni con ansiolíticos ni con calmantes intravenosos era yo. Las noches en el hospital con sus ruidos, sus murmullos, sus luces que se encienden regularmente y sus encantadores enfermeros universitarios que te toman la tensión y se aseguran de que la buscapina no se acabe nunca.

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Aunque el insomnio estaba antes y está después, tampoco dramaticemos. El insomnio de media noche, de levantarse al baño y no poder volver a dormirse. El insomnio de la urgencia matinal por levantarse , a cualquier hora, no sea que me vaya a perder algo... y ahora, inédito, el insomnio de no poder siquiera conciliar el sueño, de la aceleración de llegar a casa a las diez y media después de cinco horas sin parar de hablar y con la adrenalina a tope.

En una película española de los noventa, un jovencísimo Ernesto Alterio se bajaba al bar casi de madrugada y pedía un café mientras se tomaba unas pastillas. El camarero, Manuel Manquiña, le soltaba con su característico acento gallego: "Somníferos con café, extraña combinación". A mí la frase me hizo gracia porque durante años mezclé alcohol y ansiolíticos en mis noches perdidas (lo que, por otro lado, probablemente no le hiciera ningún bien ni a mi hígado ni a mi vesícula ni a nada). El alcohol, para dormirme; los ansiolíticos, para mantenerme despierto.

Curiosamente, el otro día echaron la película en la tele, en ese maravilloso ciclo de cine español de La 2 del que tan poco se habla. No solo salía Ernesto Alterio, sino que ahí estaban en sus gloriosos veintialgo Candela Peña, Alberto San Juan, Willy Toledo, Ginés García-Millán, Fele Martínez, Cristina Marcos, María Pujalte e incluso un muy secundario Antonio de la Torre. Una mezcla de "Airbag", "El otro lado de la cama" y "Tesis", con Chete Lera representando a "Familia" y "Abre los ojos". Lo divertido es que no fui capaz de recordar nada de la película hasta que no apareció la escena en cuestión. Demasiado drogado o demasiado dormido, aún no sé muy bien la explicación.

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El niño nos explica que no tiene novia, así que "tiene que buscarse una nueva". No sé qué ha podido pasar porque llevaba con la misma chica al menos seis o siete meses, lo que para mí, incluso a los 35 años, habría sido un récord. Le explicamos que tampoco es necesario tener una novia, pero nos dice que, si no, otra de sus compañeras no le va a dejar jugar con ella en el patio. Las guarderías como nuevas discotecas con extrañas reglas de admisión y las ex novias con pañal como nuevos machacas.

El otro día le pregunté por la chica que le gustaba cuando tenía dos-tres años (el chico promete). No nos acordábamos del nombre pero al final caímos los dos. "Sigue siendo mi novia", afirmó, "en ningún momento dijimos que habíamos dejado de serlo". La lógica de los mayores en boca de los pequeños lleva al absurdo, pero eso es algo y normalmente algo divertido. La lógica de los pequeños en boca de los mayores resulta francamente agotador.