martes, septiembre 11, 2018

Decíamos ayer...




El problema era el ruido y lo sigue siendo. El ruido de fuera y el ruido de dentro. Cuando tu opinión se pierde entre cientos de miles y a menudo no vale más que ninguna de ellas. La inmediatez en el juicio, la necesidad de tener una opinión sobre todo y que esa opinión tenga un mínimo de sentido. Plantearse si merece la pena convertirse en un columnista apátrida y si un columnista en nuestros tiempos no deja de ser un tertuliano en continua polémica con el párrafo anterior. El ruido y la prisa, eso me molestaba, y por eso paré. Ganó Trump y murió Leonard Cohen y por mí bastó.

Luego estaba también el ruido de dentro, es decir, la narrativa de uno mismo. Es complicado no aburrirte cuando te empeñas en exponer una nueva versión de ti cada día. Yo y mi circunstancia como objeto constante de debate. Yo en diez años de blog y yo en no sé cuántos libros publicados y por publicar cuando "yo" en realidad ya no existe como tal sino que lo que hay es un enorme "nosotros" al que reconozco que me cuesta adaptarme pero al que creo que me voy acostumbrando poco a poco.

¿Qué clase de narrativa de uno mismo tendría sentido sin incluir la de mi hijo y la de mi mujer? Por la noche, antes de dormir, jugamos a hacernos preguntas, pero él no pregunta nunca, solo responde. Es el momento más bonito del día, con diferencia. Un momento que no sé cuánto durará. A veces está más parlanchín y a veces está con más sueño. A veces lo que me cuenta tiene sentido y a veces su relato presenta demasiadas lagunas, pero yo no soy un inspector del FBI, yo soy su padre.

Durante años me persiguió la fastidiosa pregunta "¿y tú qué haces?" cuando me invitaban a un estreno o a una presentación o iba a un festival o a una fiesta de alguna revista. Nunca sabía qué contestar. Cuándo podía tirar de autoestima -y la autoestima no es algo que uno decide colocar en algún lado y utilizarla cuando hace falta, la autoestima no es una bolsa de sal- decía "soy escritor", y cuando prefería lo que yo consideraba un perfil bajo, decía "soy profesor de inglés", que era una verdad irrebatible y generalmente cerraba el debate. Ahora que no voy a ningún lado, nadie pregunta, claro, pero si se repitiera alguna de esas noches de incendio y tuviera que contestar algo diría "soy padre" y esa sería la única respuesta posible.

*

En medio, pasaron cosas, por supuesto. Cosas más o menos agradables. Dejé de trabajar en un par de revistas de las que ni siquiera se molestaron en despedirme. Fait accompli. Escribí un libro sobre ciclismo, pero todo apunta a que lo tendré que volver a escribir. Di clases en Valdemoro, luego en Fuenlabrada y ahora de nuevo en Valdemoro. Creo que recuperé a alguien o al menos creo que recuperé algo de alguien cuando ya no tenía esperanza alguna. Perdí a mucha gente. Tal vez no a mucha, pero sí a alguna. De hecho, quizá no los perdí siquiera sino que simplemente terminaron de desaparecer.

Empecé a trabajar para Letras Libres, donde me tratan de maravilla. Por supuesto, solo les interesa que escriba sobre deporte porque si algo espera el mundo de mí es que escriba sobre deporte, hasta el punto de que yo mismo lo he interiorizado y no me molesto en escribir de otra cosa. Fantaseé con muchas vacaciones y todas se vinieron abajo, confirmando que mi vida en el fondo no es sino un videojuego. Mañana haré cinco años casado. Si nadie daba un duro porque me casara , pensar que cinco años después todo seguiría igual y con niño incluido supera toda expectativa.

Las expectativas, en general, las reduje. A veces me tranquiliza y a veces me pone un poco triste. La Chica Diploma anda un poco confusa al respecto y es imposible culparla porque mi tranquilidad  y mi tristeza van alternándose según el día y a veces según la hora. Soy padre, sí, pero no soy previsible. O si soy previsible de puertas afuera sigo negándome a serlo de puertas adentro. Estoy envejeciendo bien, creo, pero estoy envejeciendo y no me gusta nada la idea. Pasé una crisis de los cuarenta que parecía que iba a mezclarse en cualquier momento con la crisis de los cincuenta, pero acabó remitiendo. Remitir no es desaparecer pero es algo y algo es mucho mejor que la tristeza y todo ese rollo Ray Loriga.

Por las noches, sueño con los hombres que fui porque el hombre que soy no me parece demasiado interesante y con esto volvemos al punto uno. Sueño con que abrazo a Hache y todo va bien, sueño con que estoy en el instituto y todo es nuevo, listo para usar. Sueño con la gente que ya no está y que quizá no estuvo nunca del todo. En definitiva, por las noches me convierto en una canción coñazo de Celtas Cortos y tal vez por eso he abrazado el insomnio con una pasión insana. Acabé en un chat de madres del colegio y en otro de ligas fantasy. Mi hijo colecciona cromos de la liga y me pregunta de qué equipo hay que ser. "De todos", le digo. "Ahora que estás a tiempo, intenta ser de todos".

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De Palermo recuerdo el sonido de las sirenas por la noche. Sirenas que solo podían ser de ambulancias porque en Palermo no hay policía. No hace falta. Recuerdo la sensación de estar a la vez en dos ciudades, una que podría haber salido de "Gomorra" y otra que podría encajar en cualquier otra zona de Italia, con sus fuentes, sus "duomos", sus pequeñas iglesias llenas de Caravaggios y similares. A Palermo llegamos desde Agrigento por una carretera en obras. Todas las carreteras de Sicilia estaban en obras pero no había obreros, igual que todas las calles estaban llenas de basura pero no había basureros que las recogieran.

Antes de Agrigento, una playa enorme que desembocaba en una montaña de algo parecido a la caliza. Mar verde esmeralda, mar imposible. Chicas posando y chicos con cámara y gesto de aburrimiento. Spaghetti pomodoro. Ortigia. El dinero fluyendo en la marina de Ortigia como fluía en la de Taormina. El insomnio, de nuevo. Coches suicidas. Adelantamientos marcha atrás. En Siracusa -donde el tirano-, un señor regañó a la Chica Diploma por subirse a una piedra que probablemente tuviera dos mil quinientos años. La Chica Diploma alegó que también las gradas tenían dos mil quinientos años y no pasaba nada por que la gente subiera. No supe decirle que tenía razón.

Al principio de todo, Catania. No sé qué decir de Catania. Catania es probablemente lo más africano de Sicilia pero esto es un poco hablar por hablar porque yo no he estado en África en mi vida. Nos quedamos en casa de Michele, un señor de unos setenta y pico años que tenía un palacete recargado y unos diez niños adoptados en Kenia. "Michele, si pasas dos meses cada año en Kenia con tus hijos, ¿cómo es que no has aprendido nada de inglés?". "Les pago un colegio italiano", contestó él, y me pareció muy siciliana la respuesta. Por lo demás, el hombre era un encanto y desde su azotea se veían venir las tormentas.

Aparte, tenía una perrita y una gata. La gata se estaba muriendo. No en ese momento, no ahí, delante de nosotros, pero se podía ver que ella lo sabía, con ese punto de personalidad que incluso Coetzee les atribuye a los gatos. La perrita saltaba cada vez que nos veía y se tiraba boca arriba para que le rascáramos. Los perros y los hombres nos llevamos tan bien porque sabemos exactamente qué esperar el uno del otro. De ahí, Pavlov, seguramente. Michele nos recomendó Marzamemi y solo por eso le estaremos eternamente agradecidos.

A la vuelta, el avión nos dio unos cuantos sustos. Tantos que no nos enteramos bien del final de la teleserie de Netflix sobre el asesinato de Gianni Versace. No nos importó demasiado, hacía tiempo que habíamos dejado de tomarnos la cosa en serio.