He llegado a la parte en la que Brett Anderson conoce a Justine Frischmann y se enamoran. Para un devoto del "brit pop" de los 90 es algo así como el momento en el que Paul va a su primer concierto de John con los Quarrymen. De momento, todo son buenas palabras. En general, Brett Anderson tiene buenas palabras para todo el mundo en su libro y mantiene ese tono lánguido, nostálgico que tenían la mayoría de sus canciones, especialmente las primeras. Como si, en cualquier momento, ese chico fuera a marcharse cabizbajo de la habitación sin que nadie sepa por qué.
Sobre Anderson y Frischmann
escribí en su momento para la revista JotDown y supongo que alguna verdad contaría. Lo descubriré en las próximas horas, me temo. Cuando se habla de esa generación y se centra todo en Blur y Oasis o en el "Common People" de Pulp, se comete una injusticia tremenda. Suede fue el primer grupo en tener éxitos comerciales dignos de ese nombre, especialmente con "Animal Nitrate", a finales de 1992, cuando Blur aún andaba con "She´s so high" y de Oasis, directamente, no se sabía nada. Por su parte, ninguno triunfó en Estados Unidos como triunfó Elastica, aunque las drogas acabaran tan fugazmente con su música.
Si volvemos a Anderson, su canción "So young" fue el mayor himno de nuestra generación. Si no se te saltan las lágrimas con ese "let´s chase the dragon" es que no eres humano. El mayor himno de la generación anterior, al menos de la parte más pija, sigue siendo el "Being Boring" de los Pet Shop Boys, cuyo vídeo sigue estando entre los mejores de la historia. No es casualidad que Anderson se pasara horas tarareando "Rent", según él mismo confiesa. De aquel primer disco de Suede, recuerdo el impacto de la portada, esos dos cuerpos andróginos desnudos y difuminados casi. Recuerdo haberla repetido varias veces, como el pastor negro de "Amanece que no es poco" que sacaba a las ovejas para "hacer estampas".
En cuanto al libro en sí, está bien. Cierta envidia, en ocasiones, porque es una adolescencia dura pero es una adolescencia y eso siempre provoca envidia en un cuarentón y además es una adolescencia en Londres, que no es poca cosa. Tengo curiosidad por ver cuándo sale el nombre de Ricky Gervais, al que siempre se menciona como su primer manager... pero no sé si saldrá. Básicamente, porque no sé si de verdad Ricky Gervais fue su primer manager o si es una de esas cosas que se inventa un tío y lo sube a la Wikipedia. Hasta ahora, el mejor momento es ese en el que Anderson y Frischmann dan vueltas por Londres y se paran fascinados ante una pintada que dice "Modern Life is Rubbish", unos tres años antes de que Justine se marchara con Damon Albarn, el cantante de Blur, y unos cinco años antes de que Blur consiguiera la fama con un disco que llevaba esa pintada como título.
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Empezaron las clases. Con el tiempo, uno se va acostumbrando, pero los primeros días tienen algo de ensayos generales con público. Se supone que nada puede ir mal, pero a la vez notas demasiado los nervios y la torpeza. Luego está la parte de actuación en la que nadie repara cuando se habla de la docencia. La parte "ridi, pagliaccio" de dejar a un lado todos tus problemas, todas tus dudas, toda tu vida y durante dos períodos de dos horas y media volcarte en la diferencia entre el pasado simple y el pasado continuo e intentar ser el tío más enrollado del mundo o al menos parecerlo.
Es un papel desagradable, al menos en sus inicios. Algo así como "Poochie" cuando aparecía en "Rasca y pica". Nadie te conoce, nadie sabe qué pintas ahí. Luego, con el tiempo, se van acostumbrando y a diferencia de Poochie ningún guionista puede mandarte al cielo. Hay quien prefiere dejar claro desde el principio que la clase es suya y quienes preferimos jugar a que la clase es de todos. Obviamente, es mentira, pero para cuando se dan cuenta tú ya tienes la energía y confianza suficiente como para reclamar sin complejos el trono y ellos ya están demasiado agotados como para andar organizando rebeliones.
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Este verano le expliqué a mi hijo que su abuelo estaba muerto. No tenía sentido esperar mucho más. Cuando me preguntó por mi padre, me limité a decir algo del tipo "se fue al cielo", lo que le generó una ansiedad tremenda porque no entendía que alguien pudiera irse al cielo si no tenía alas. Durante días, sus preocupaciones fueron por ese lado. Un abuelo enterrado puede sonar algo lúgubre, pero un abuelo al que no conozco vigilando desde el cielo como uno de esos globos que le compramos en las ferias y que acaban irremediablemente escapándosele de los dedos es mucho más inquietante.
Esto fue en julio. En agosto murió su bisabuela. Fue algo repentino, con sus ventajas y sus desventajas. A falta de agonía, hubo emergencia y no hay manera de saber qué es mejor. El niño captó la emergencia y el llanto porque el niño no es idiota. La Chica Diploma y sus padres hicieron todo lo posible por asistir al entierro -estábamos en Cantabria, de vacaciones, mañanas de playa y noches de cromos y escalopes- y al final lo consiguieron. En medio quedó, de nuevo, el niño: si subir al cielo sin alas ya era complicado, ¿por qué demonios te enterraban primero, por qué tantos impedimentos?
Por lo demás, no parece que haya sido una experiencia traumática. Sigue sin entender que te puedes poner malo y no curarte porque eso para él es inconcebible. El otro día, en pleno ataque de mocos, nos miraba desesperado y nos decía: "¡pero dadme una medicina!". Le habíamos dado como tres o cuatro a esas alturas y los mocos no desaparecían porque los mocos son tercos, eso lo sabe cualquiera mayor de cuatro años. Él, sin embargo, mantenía su fe cientificista en que todos sus males respondían a nuestra falta de esfuerzo en curarle. La muerte, en este momento, no es para él sino una enorme negligencia.