sábado, julio 12, 2014

Las cuatro y diez


A mí me faltó calma para tener un amor adolescente. Astucia, que diría Andrés Barba. Disparaba en demasiadas direcciones y la ansiedad se huele. Si algo echo de menos probablemente sea eso: la intimidad, la complicidad de descubrir el mundo juntos, la anécdota que se recuerda toda la vida. Yo fui muy enamoradizo de niño y aún más de adolescente, pero fueron amores tristes por frustrados; amores literarios, si quieren, pero poco más, y eso a la larga no vale.

Cualquier amor me hubiera valido, por ejemplo uno de película matinal y chica que espera a que llegues de clase sin moverse de la mesa. No sé, me parece todo tan tierno...

La Chica Diploma no está tan de acuerdo porque ella tuvo varios amores adolescentes y supongo que la realidad supera la estética. Los malos momentos son terribles, pero los buenos... los buenos dan para canciones sobre recreos de instituto y academias de francés, todo lo que yo escribo aquí o recuerdo de noche, pero además compartido, la complicidad de enseñarse las fotos de los niños muchos años después.

Lo cierto es que yo no tuve amores adolescentes ni amores infantiles porque de mí no se enamoró nadie. Insisto en que no dejé demasiadas oportunidades porque acercarse a abrazar a un francotirador es una cosa muy complicada, pero permítanme la nostalgia y la cara de perrito abandonado que se me ha quedado desde entonces. Antes de llegar al instituto, con 13 años, me cogía de la mano de una chica en los Juan de Austria y nos colocábamos las cabezas en los hombros. Por lo demás, todo hace indicar que teníamos miedo, porque la cosa no fue más allá, cuando salíamos de la tiniebla volvía una normalidad absurda.

Si tuviera que recordar amores con aire de pubertad tendría que remontarme a Grecia con 16 años -y aun así, todo lo que nos rodeaba funcionaba tan rápido, tan imposible, tan feo- o a Prosperidad con 24, canciones de Jorge Drexler y canciones del propio Aute: "Anda, quítate el vestido, las flores y las trampas..." en chats con la Chica Ratón. Todo lo que rodeaba a la Chica Ratón era inocente y bonito y yo me dediqué a ensuciarlo con mi arrogancia. A veces entiendo que no me perdonara nunca, a veces la odio por no perdonarme.

En cualquier caso, echo de menos ese inexistente primer amor como se echa de menos en las canciones de Sabina, una añoranza de lo vacío. Lo echo mucho de menos, en serio. A veces pienso, y sé que esto va en contra de todos mis manifiestos de paternidad pero supongo que es imposible no pensarlo, que quizá vaya el Niño Bonito y de alguna manera se vengue por mí. Que él sea todo lo feliz que yo no fui y que le pasen todas esas cosas maravillosas que te pasan cuando no sabes lo que viene después, cuando de verdad no lo sabes. Que quieras y que te quieran, como en una película ñoña de Ewan McGregor. La seducción, el juego, la angustia.

Álvaro -y de alguna manera, insisto, yo- con las manos temblando en la orilla de un río, campamento de verano, dejando que el frío aclare las ideas y encuentre las palabras precisas para que la chica esta vez diga que sí.

Y que luego el corazón se le rompa mil veces, claro. Como debe ser. Como merece la pena.