sábado, julio 19, 2014

Blurred lines



Cuando nos preguntaron por qué escribíamos, o, más bien, qué cosas nos decidían a escribir, yo contesté: "Cuando de repente llega un momento en el que todo tiene sentido". No pude explicar mucho más y a mi profesor no le gustó la respuesta, pero era verdad: corría la primavera de 2003 y yo vivía de momentos, vivía inconexo, y, sí, de repente, surgía esa hora, esa visión, ese comentario, ese beso que hacía que todo lo demás tuviera sentido y que hubiera una historia pequeña esperando a ser contada.

No saben cuánto lo echo de menos porque ahora mi narrativa, y con esto no me refiero a lo que escribo sino a lo que vivo, es mucho más pesada y mucho más ansiosa, un montón de instantes que pasan de largo y solo recuerdo unos años después, como para encima andar buscando sentidos. Aquello, supongo, fue una sobredosis de realidad, de inmediatez, y con el tiempo esas cosas se pasan aunque vuelvan de vez en cuando, fugazmente, mi hijo dormido en mi regazo mientras mi preciosa mujer duerme en el sofá y Madrid amenaza tormenta, brisa de Santander entrando por la ventana del dormitorio y llegando hasta el salón.

Pararlo todo ahí. Pararlo en el Niño Bonito dormido y la Chica Diploma dormida y verlo como un principio o como un fin en si mismo pero nunca como un lugar de paso. No puede ser un lugar de paso.

Y sin embargo, desgraciadamente, lo es.

En mi mano, sorteando la cabeza de Álvaro, tengo el libro de Luis Fernando López sobre los años gloriosos de la selección de baloncesto. Es un libro maravilloso, el gran libro de esa generación, la reconciliación de filias y fobias, secretos y verdades. Un libro inteligente, además, el libro que yo pretendía escribir este verano y que no podría haberlo hecho sin todos los detalles que Luisfer maneja a la perfección, aunque supongo que su temeridad le costará más de una advertencia.

Uno de los capítulos, inevitablemente, remite a la final de los Juegos Olímpicos de 2012, y de repente recuerdo que yo vi con mi padre y mi tía Ana un partido de preparación entre esas dos selecciones para ese torneo. Que estábamos los tres en casa de mis abuelos -para mí serán siempre "mis abuelos" digan lo que digan las tumbas- y que yo le explicaba a Ana las debilidades en el juego interior de Estados Unidos mientras mi padre sonreía cada vez que la realidad me llevaba la contraria y se quejaba de un dolor difuso en el hombro, un dolor que nos hizo temer una metástasis en el corazón o en los propios huesos y que le acompañó hasta su muerte, menos de un año después.

Ana le hacía masaje; incluso yo, de vez en cuando, ayudaba. Los dos sabíamos que se iba a morir. Él no tenía ni idea. Ni de eso ni de cosas mucho más feas.

En cualquier caso, aquel verano tenía en común con este varias cosas: la primera, y la esencial, que fue un verano robado. Que nunca pareció verano, vaya. Hoy escribía un amigo en Facebook que no recordaba un día de julio tan frío en Madrid pero yo caminé bajo la lluvia y el viento, congelado, por Malasaña, intentando encontrar un volante de Adeslas perdido en la batalla. Yo sí recuerdo julios horribles y quizá recordarlos momento a momento sea demasiado. Sacrificas unas cosas por otras. La cordura por la felicidad, porque probablemente la felicidad se parezca a un sábado de julio con tormenta en el ventanal mientras tu hijo boquea y tu esposa descansa a tu lado.

Solo que a veces la felicidad te pilla saturado y, si se aburre, amenaza con dejar de hacerte caso mientras tú lloras viendo vídeos de "Get lucky" o sonríes escuchando canciones banales, como todo, canciones que despiertan a tu hijo, a tu mujer y a alguien que llevas dentro y que por suerte o por desgracia, apenas reconoces.