martes, julio 29, 2014
Alta fidelidad
Lo malo de Nick Hornby como escritor es que me recuerda a mí, y digo "lo malo", obviamente, porque es un tío que acostumbra a dejarme a medias: paso las hojas con cierto interés, me engancha en la conversación, sí, pero cierro el libro con esa sensación ingrata de que no me ha cambiado la vida y, lo que es peor, que ni siquiera lo ha intentado aunque sea un poquito. "Alta fidelidad" es uno de los cuatro libros que me llevo al chalet y es el último que acabo: su protagonista es un gilipollas y no acabo de estar seguro de que Hornby quiera que yo piense que es un gilipollas. A veces me da la sensación de que todo ese rollo de "chico inmaduro con buen corazón" va en serio, cuando lo que se ve en la novela es a un egomaníaco depresivo, profundamente misógino y con un comportamiento de acosador que roza el maltrato.
El personaje de Rob Fleming como arquetipo del hombre que detesto, el hombre que supongo que fui en la adolescencia, quizás en algún momento de mi primera juventud, pero que es insostenible desde el momento en el que sabes que te estás comportando como un gilipollas y que eso hace daño a la gente. El pasivo-agresivo. Que la novela fuera tal éxito, que la adaptación al cine se convirtiera en un clásico es algo que se me escapa y que en parte me da miedo: la empatía con esa clase de tío me da miedo, en serio. Es bueno tenerlo delante para poder huír, pero es complicado tenerle cariño y eso que yo le he tenido cariño incluso a Ignatius J. Reilly.
Por lo demás, ya digo, es un libro que engancha como engancha el tedio, el diario de un adolescente y sus continuas torpezas. No es lo peor que he leído en estos días. Tampoco tengo claro que sea lo mejor, porque el libro de Félix de Azúa -"La historia de un imbécil contada por sí mismo"- tiene momentos aunque haya envejecido tan mal y la historia de la literatura portátil de Enrique Vila Matas mantiene ese atractivo de no saber cuánto de lo que te está contando es estrambótico pero real y cuánto es directamente un invento. Lo típico en Vila Matas, vaya, ahí su encanto.
Del cuarto libro, mejor no hablamos. Los escritores tenemos que esforzarnos en escribir cosas mucho mejores, pero las editoriales deberían establecer unos filtros mínimos de calidad o si no esto se va irremediablemente al garete. A veces rozamos el ridículo y no hay por qué.
La vida de chalet, igual que en años anteriores, ha sido una vida literaria pero no solo literaria: por las mañanas, la Chica Diploma y yo cogíamos cualquier sombra y sacábamos a pasear al Niño Bonito, siempre en su pequeña mochila, hecho un bicho bola y dormido con la nariz contra mi pecho. Por las tardes, yo buscaba patatas bravas por los bares del pueblo mientras ella intentaba alejarme de toda tentación.
Cuando tu hijo se porta bien es más fácil querer a todo el mundo y la verdad es que el Niño Bonito poco a poco se va portando como una personita, con su hambre, su aburrimiento y su cansancio, pero sin abusar del dramatismo. Ya podemos incluso dejarle tirado en el sofá y confiar en que el propio techo le calme. A veces me lo como a besos y a veces me entra un miedo horrible a no verle crecer, a que cualquier cosa se me lleve antes por delante y el niño ni siquiera me recuerde, no recuerde sus vómitos sobre mis camisetas, no recuerde mis silbidos ni mis canciones ni mis discursos todo serio mientras a él se le salen los ojos de las órbitas.
En general, ese es el mejor momento del día: cuando el Niño Bonito está tranquilo y en mis brazos y yo me pongo a hablar con él de mis cosas o de Gaza o de Pablo Iglesias y él sigue mirando al infinito con la boca abierta, completamente absorto y a la vez desconcertado. Entonces le digo todas las cosas buenas que le esperan y todas las malas que le acechan, que es una manera de decírmelo a mí porque él obviamente no se entera aún de nada y así vamos pasando el día o la tarde o la noche siempre que no se acuerde de repente de que tiene hambre, mucha hambre, una hambre loca, una hambre que le obliga a gritar como un loco en busca de leche materna, todo en cuestión de dos minutos, lo que tarda su madre en venir, darle la teta y dejarle como un morfinómano en Embajadores.