martes, julio 15, 2014

Michelle, ma belle



A las doce de la noche aún hay niños subiendo a cenar o a dormir o a jugar a la Wii. Ventajas del verano en Planetario, junto a las vías de la antigua estación de Delicias, hoy Museo del Ferrocarril. El Niño Bonito no quiere perderse nada y está con los ojos como platos en su mochilita, a veces mirándome a mí, a veces mirando el entorno, todo el entorno, con ese aire de curiosidad y de sentirse a salvo que se le pone cuando su madre o yo le llevamos encima y que se le pasa inmediatamente cuando tiene que lidiar él solo con las expectativas.

Pronto empieza.

Es un niño con un punto desconcertante, el típico que te acaba volviendo loco sin querer. Llora como si se le rompiera el alma y en cuanto le atas a tu tripa, se calma por completo. Si no se calma de inmediato basta con andar un poco por la calle. Las inseguridades pueden mucho más que los reflujos, eso a cualquier edad. En cualquier caso, ahí estamos los dos, dando círculos por unos treinta metros de calzada que hago en las dos direcciones, cruzando la carretera vacía como un nudo de Moebius y lo que da un poco de rabia es que sea un vínculo que él no recordará nunca, un vínculo que quiero creer que existe de alguna manera, que él sabe que está, no ya con la figura cultural del padre. pero sí con alguien que lo protege.

En medio, una buena ración de llantos y un Tour de Francia. Mes de julio, insisto. Doy un paseo por Callao para colocar estratégicamente mis libros en los distintos establecimientos y charlo un rato con Antonio Rodríguez sobre baloncesto y vida en la cafetería de La Central. La sensación es de cierto ahogo, no sé, ¿recuerdan aquella escena de "La guerra de las galaxias" en la que acababan todos en una trituradora? Pues algo parecido. Las paredes se cierran y eso ahora no es un problema pero tiene toda la pinta de que acabará siéndolo salvo que venga Han Solo y ponga un palo gigante en medio.

En eso estamos todos, buscando a Han Solo o buscando el palo gigante. El tema de nuestro tiempo.

El otro día hablábamos con dos amigos de la Chica Diploma sobre el abismo generacional. Sé que esto puede ser injusto así que no lo voy a exponer como una teoría social sino como un simple comentario de algo que ocurre a veces. La conversación tenía que ver con la necesidad o no del funcionariado o de qué controles tendría que haber para asegurarse de que alguien que tiene un trabajo de por vida, con un horario establecido y unos derechos laborales, efectivamente cumple su trabajo. El "funcionario" no tiene que ser solo del Estado, por cierto, que hablamos más bien de una cuestión de actitud.

El problema, dije yo, hijo y nieto de funcionarios y funcionario interino durante cuatro años de mi vida, era el extremo opuesto. Que nos hayamos acostumbrado a trabajar bajo la presión de las horas extra no remuneradas, los sueldos de mierda, la precariedad que impide construir un futuro y el ataque de ansiedad constante. Que, además, hayamos decidido entrar en la rueda como dóciles corderitos y no contemplemos otras salidas. Tiene que haber un término medio entre el funcionario de Forges y el dependiente del Burger King. Tiene que haberlo y no es cuestión de eliminar sin más ambos extremos o abrazarse enamorado.

Nuestros padres tuvieron un acceso al mercado de trabajo que nosotros, en líneas generales, no podemos ni soñar. Ni soñar. No es una gran noticia para nadie. Para nosotros, desde luego que no. Para ellos, tampoco, porque no sé quién les va a pagar sus pensiones. 

De mi pensión o de la pensión de mi hijo, mejor ni hablo. No me lo planteo. Creo que nadie de mi generación se lo plantea: jubilarnos antes de los 70 y que el Estado nos pague algo. No, sinceramente, no me lo planteo porque no va a suceder. Algunos creen que ser padre consiste en acostumbrar a tu hijo a la vida dura o al menos que no se acostumbre a la buena. Lo que los ingleses llaman "spoil" y nosotros llamaríamos "mimar" o "malcriar". Mi enfoque es el contrario: si ahí afuera le espera la que le espera por lo menos que disfrute de la burbuja y que sus padres se turnen para subirlo a la Marsupi y silbarle el "Michelle, ma belle" muy lento hasta que se duerma. Por lo menos eso: hacer de Han Solo durante unos cuantos años mientras rebuscas entre la chatarra.