viernes, marzo 21, 2014
El Genio
Uno de los últimos recuerdos lúcidos que tengo de mi padre es sentado en el sillón de su habitación en la Ruber, uno de los pocos ratos que pasaba fuera de la cama, porque para entonces ya estaba con morfina y pasaba más tiempo dormido que otra cosa. Mi madre vino a verle y parecía contento. Siempre se alegraba cuando veía a mi madre y yo creo que, entre otras cosas, tenía que ver con el hecho de que mi madre le recordaba su adolescencia o, mejor aún, su postadolescencia de estudiante brillante y batallador en la Autónoma, tiempos de huelgas y protestas y mucha CGT.
A mi padre lo que le sentó fatal fue crecer. Probablemente siempre se resistió a ello y en algún momento dio la sensación de que culpaba a los demás de todo aquel mundo de responsabilidades, rutinas y una comodidad anestésica. A veces pienso que el problema de mi padre fue quedarse en un término medio: amagar con la huida pero no culminarla, es decir, que quizá él lo que habría querido, sin más, habría sido quitarse de en medio, pero algún sentido de la responsabilidad lo impidió y ahí estaba el pobre, entre dos aguas, entre lo que pudo ser y lo que era y con pocos visos de que las cosas fueran a cambiar en el futuro.
El caso es que ahí estábamos los tres y desde la distancia de un año la verdad es que fue un momento bonito. Siempre es bonito estar con tu padre y con tu madre en una misma habitación, aunque sea de hospital y saber que el que va a morir de los tres tiene al menos un último respiro, esa risa que se descontrolaba a veces cuando recordaba tal o cual nombre de la facultad, tal o cual gamberrada, tal o cual hazaña de chico que iba a comerse el mundo.
Y después de la risa, la tos.
Por entonces, papá ya estaba calvo por la quimio y la radio. Sobre todo por la radio. El médico le dio tres semanas de vida y las cumplió a rajatabla por aquello que decía de su extraño sentido del orden. Su tema favorito era Gaume, "el genio". Llevaba hablando de Gaume desde que yo era un crío. Papá tenía una curiosa concepción del talento y ese talento solo podía ser científico, matemático, físico. Eso si dejamos a Frank Zappa a un lado.
Un par de días antes de ingresarle en el hospital por unos dolores inaguantables y una anemia de caballo, a Gaume le habían dado el Premio Príncipe de Asturias. Bueno, a Gaume no, al CERN, donde trabajaba desde hace años. En realidad, de aquel Luis Gaume quedaba poco porque con los años, casi 60, se había convertido en un Luis Álvarez Gaumé, acentuado, casi irreconocible. Papá parecía orgulloso. Orgulloso de sí mismo, quiero decir. Aquel era el momento, delante de su ex mujer y su hijo, de recordar que una vez sacó más nota que él en un examen de física cuántica, que los dos eran brillantes y además combativos, que eran algo parecido a un equipo, aunque luego Gaume se fuera a Estados Unidos y desapareciera.
Supongo que todo esto, si se piensa, tiene un punto de Breaking Bad -incluso la enfermedad es la misma- pero al menos mi padre no hablaba de Gaume como Walter White hablaba de Grey Matter. No le importaba si le daban premios o no. Lo que le importaba es que una vez le ganó y que eso se lo llevaba para siempre. Una vez fue el genio en lugar de "el genio" y quiero pensar que por unos minutos sintió que su vida había merecido la pena: una ex mujer, un hijo y un genio derrotado. En la tele, James Stewart encañonando indios. La morfina dando paso poco a poco a una nueva dosis de felicidad.
No se imaginan hasta qué punto le echo de menos. Como se echan de menos, supongo, las cosas que nunca se han tenido del todo.