lunes, julio 25, 2011

La tarde mágica de Laurent Fignon



A los 23 años, pocos días antes de cumplir 24, Laurent Fignon ya había ganado dos Tours de Francia, desplazando a Bernard Hinault en el corazón de sus compatriotas. Melena al viento, aires de “enfant terrible” presuntuoso, Fignon se encontró con la gloria a una edad a la que le fue imposible asimilarla. Solo la exhibición de 1984 ya debería recordarse durante años: maillot de campeón de Francia ceñido al pecho, fue capaz de ganar cinco etapas, la clasificación general final y distanciar al segundo —Hinault— en más de 10 minutos y al tercero —Greg Lemond— en once minutos y medio.

Había campeón para rato, en eso estaba todo el mundo de acuerdo. Un héroe para el fin de siglo, el hombre capaz de dejar en nada a Anquetil y a Merckx, un nuevo caníbal capaz de ganar en pequeños sprints, etapas de montaña y contrarrelojes individuales.

Todo esto hay que tenerlo en cuenta para entender lo que pasó después, lo que les voy a explicar después. Hay que comprender lo que supone estar en lo más alto en plena post-adolescencia: el dinero, las mujeres, los halagos, la sensación de poder absoluto… Mientras Fignon disfrutaba de su superioridad, Hinault y Lemond entrenaban. Se odiaban, de acuerdo, pero sobre todo entrenaban. El francés se llevó el Tour de 1985; el estadounidense, el de 1986.

¿Qué fue de nuestro héroe juvenil? Poca cosa. Fignon pasó el 85 entre lesiones y problemas y su reaparición en 1986 fue un fiasco absoluto. Dio muestra de su calidad los dos años siguientes con un tercer puesto en la Vuelta a España del 87, varias etapas de la París-Niza y la Milán-San Remo de 1988 pero comparado con la expectación creada, aquello era un reintegro de tercera.

Lo que en realidad no soportaba Fignon era haber dejado de ser competitivo en las grandes vueltas. Él veía a los Roche, Perico, Herrera y compañía copando los pódiums y no podía entender por qué él no estaba ahí. Que le ganara Hinault tenía un pase pero quedar detrás de Fabio Parra era difícil de asimilar para alguien que había tenido trato de deidad solo cuatro años antes.

Y así llegamos al famoso Tour de 1989, que es lo que ustedes están esperando desde el principio. Será difícil encontrar una edición de una carrera con tantas intrahistorias: de entrada, el campeón del año anterior, Pedro Delgado, se fue a dar una vuelta por Luxemburgo y llegó con casi tres minutos de retraso en la etapa prologo. Después se dejaría otros cuatro en la contrarreloj por equipos, completamente desfondado. Los sucesores naturales: Bernard, Alcalá, Breukink, Hampsten… naufragaron a las primeras de cambio abrumados por las expectativas.

Después de la primera gran contrarreloj, Greg Lemond conseguía el amarillo. El estadounidense había sobrevivido a un accidente de caza, aún con restos de munición en su cuerpo, y tuvo que pasar tres años casi inéditos peregrinando de equipo en equipo hasta llegar al desconocido ADR, sin posibilidad alguna de éxito, muy lejos de sus mejores tiempos. Su liderato se dio como algo circunstancial: al fin y al cabo ya había ganado la última contrarreloj del Giro, solo un mes antes, pero el gran favorito volvía a ser Fignon, con sus primeros síntomas de alopecia pero la misma mirada rabiosa, alimentada por un triunfo arrollador en ese mismo Giro de Italia, muchos minutos por delante de sus rivales, como en los viejos tiempos.

Fignon era el patrón y Lemond el superviviente. En medio quedaba Delgado, el impredecible. El Tour llegó a los Pirineos: Induráin ganó en Cauterets y Fignon consiguió por fin el liderato a la siguiente etapa. Su consagración debía llegar en la cronoescalada de Orcierès-Merlette, previa a los Alpes, última semana ya de la carrera, momento en el que se esperaba que Lemond se echara por fin a un lado y cediera al gran campeón el cetro que él mismo dejara vacante cinco años antes.

No fue así. Ni mucho menos. Lemond no ganó la contrarreloj —lo hizo Steven Rooks— pero le sacó 47” a Fignon, derrumbado en la décima posición de una etapa que le venía como anillo al dedo, a casi dos minutos del ganador. Eso ya nos debería haber dado alguna pista, pero Lemond no tenía equipo, no era un escalador y nadie creía que tuviera fuelle para aguantar una semana más: en la mítica cima del Alpe D´Huez Delgado y Fignon dan lo que parece el tiro de gracia. Desaforados en su persecución a Theunisse, el hombre que hizo de esa montaña su religión, consiguen distanciar a Lemond en 1´19”.

A falta de dos etapas de montaña Fignon volvía a encabezar la clasificación con 26” sobre Lemond y menos de dos minutos sobre Delgado, que afilaba las garras pensando en la siguiente etapa con final en Villard de Lans, un nombre que al segoviano siempre le había sido propicio. En los bares nos agolpábamos para ver el estacazo español y nos llevamos un buen palo gabacho: Fignon dejó de rueda a todos sus rivales, ganó la etapa de amarillo, metió otros 24” a Lemond y 33” a Delgado quien, ahora sí y después de varias resurrecciones, decía adiós a su segundo Tour consecutivo.

¿Qué quedaba? Una etapilla de media montaña y una contrarreloj poco más larga que un prólogo. Fignon desbordaba superioridad. Camino de Aix Les Bains, Lejarreta, Delgado y Theunisse le intentaron poner en 
apuros pero fue imposible. Los cuatro mas Lemond llegaron juntos al sprint y se impuso el estadounidense en lo que muchos vieron un acto de justicia poética.

La última tarde tenía a París como escenario. La ciudad donde había nacido Fignon casi 29 años antes. La que le vería morir 21 años después. Era una tarde de rabia y cuentas pendientes: ¿Dónde estaban todos los que se habían olvidado de él ahora que iba a conseguir el doblete Giro-Tour? ¿Dónde estaban todos esos atrevidos que le habían dejado de rueda durante cinco dolorosísimos años? En su mente aún estaba a tiempo de igualar a Merckx, Anquetil e Hinault y llegar como mínimo a los cinco Tours. Aquello era un paseo glorioso, una tarde mágica para disfrutar.

Y en esas apareció Lemond con un manillar de triatleta y un casco aerodinámico como una imagen del futuro en tiempos de ruedas lenticulares y cabello al viento. Salió dos minutos después de Delgado y dos minutos antes de Fignon. La contrarreloj apenas tenía 25 kilómetros y la ventaja era de 50 segundos. Siendo el francés un consumado contrarrelojista aquello no tenía color. Recuerden que eran los tiempos en los que no había GPS ni referencias al minuto. Nosotros veíamos que sí, que ese Lemond iba rápido como el demonio. Era el débil, el outsider, el perdedor, el que sobrevivió a la muerte, el guapo rubio y sonriente que siempre tenía una palabra amable… era nuestra baza imposible.

Imposible porque Fignon iba a ganar el Tour. ¿Cómo podía no ganarlo? Algo atrancado de desarrollo pasaba por el Arco del Triunfo mientras las masas le jaleaban. Delgado llegó a meta, tranquilo, a su ritmo. A los pocos segundos llegó Lemond. Su tiempo era 33” inferior al de Thierry  Marie, un especialista en esas distancias. La media, rozando los 55 kilómetros por hora, suponía un nuevo record de velocidad en la historia de la carrera. Empezamos a mirarnos incrédulos: “¿Y si…?”

El tiempo fue pasando mientras los periodistas rodeaban a Lemond en la línea de meta incapaz de bajarse de su bicicleta revolucionaria, mirando atrás, al reloj que marcaba los segundos que le faltaban a Fignon para perder lo que ya había dado por ganado. Cuando afronta la recta final nos damos cuenta de que no lo va a conseguir. Todo depende de la cámara, de qué tiro de cámara nos esté ofreciendo la realización francesa. Fignon cabecea y tira de riñones y consigue acabar tercero la contrarreloj.

A 58” de Lemond.

8” más de lo que podía permitirse en su tarde de consagración y triunfo.

Aquello relanzó la carrera del estadounidense que aún se llevaría el Tour del año siguiente, también en una crono final contra Chiappucci, pero hundió por completo al francés. Uno no regresa de la nada al todo para quedarse en un punto medio. Tuvo sus victorias, sí, el Criterium Internacional de 1990 y una etapa del Tour en el 92, al borde de la retirada, cuando Gatorade le fichó para ayudar a Gianni Bugno en su misión imposible contra Induráin… pero nunca consiguió volver a lo más alto y, lo que es más triste,  nunca consiguió que le recordaran por sus hazañas de joven arrogante, sino por su fracaso impredecible aquella tarde de París donde muchos se empezaron a acostumbrar a oír el himno americano.

Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la serie "No pudo ser"