viernes, noviembre 01, 2019

In-Edit Madrid 2019. I. David Bowie. Finding fame.


El documental acaba por todo lo alto, es decir, por "Rebel rebel, you´ve torn your dress / Rebel rebel, your face is a mess". Es una canción que encaja con el ambiente juvenil del público y con lo que uno encuentra al salir del cine, noche de jueves que es viernes en las cercanías del barrio de Malasaña. La tensión de las altas expectativas. Tres chicos cruzan por en medio de la calle Olid con sus disfraces blancos de soldados del Imperio. Para ser una felicidad supuestamente impostada, todo el mundo se toma Halloween en serio, como niños de cinco años en una guardería.

Durante toda la película de Bowie, no puedo evitar acordarme de Patricio. La misma elegancia, la misma sonrisa, la misma belleza, el mismo erguirse orgulloso ante la incomprensión ajena. Las mismas dudas, supongo. Años y años paseándose por clubes con canciones que la gente no sabe si son de broma o pretenden ser serias. Laughing gnomes. Hay algo que llama la atención en las declaraciones del propio Bowie, las del chico que a mediados de los sesenta competía sin éxito alguno con los Beatles y las de la estrella que muchos años después contemplaba la batalla desde lo alto del castillo: todas las frases acaban irremediablemente con una risa forzada.

Lo curioso de su caso es que siempre pasará a la historia como Ziggy Stardust y esos dos-tres años de éxitos continuos. El rey del glam. Qué poco glam había en Bowie y cómo supo adaptarse. Hacerse feo en una década ominosa. De 1963 a 1971 fue un irónico caballero inglés que en cierto modo quería ser Roger Daltrey o Ray Davies. De 1974 en adelante, volvió a la misma pose, la que recordaba aquel chico de la línea 4 del metro que tocaba "Space Oddity" a la guitarra vestido como un dandy y ni siquiera nos pedía dinero luego. No es el documental de Francis Whitely un documental sobre la fama, como su nombre parece indicar sino más bien sobre la resistencia al fracaso. No sé si es exactamente lo mismo. Sobre chicos que conocen bailarinas en el "Swinging London" y se enamoran y luego se dan cuenta de que si pueden pasar por eso, pueden pasar por todo.

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Sinceramente, "A dog called money", sobre la grabación del disco de Polly Jean Harvey tiene todo para que no me guste. Y, sin embargo, no me desagrada. Harvey con su cuadernito y su cabeza tapada en Afganistán, en Siria, en Kosovo... Harvey como la única blanca en los prospects de Washington D.C., invitada extraña a misas gospels y a performances de predicadores de la palabra de Jesucristo. Ella misma resume la situación en una frase, mientras investiga en un edificio derruído de la antigua Yugoslavia: "Estoy pisando sus cosas con mis sandalias caras". Un punto innegable de impostura.

Esas imágenes se mezclan con las de la propia grabación del disco, con Polly siempre de negro, poniendo música a sus pensamientos. Una combinación que no suele funcionar. Un realismo extremo que choca con la idea misma del pop. El pequeño estudio en el que se amontonan músicos e instrumentos vigilados desde fuera por un público que no acabamos de saber nunca qué hace ahí exactamente. No soy yo un experto en la música de P. J. Harvey. Una vez estuve en un concierto suyo en un festival que ya no existe y otra vez me enamoré de una chica que siempre la llamaba por su nombre compuesto. Poco más.

Y sin embargo basta. Ni me vuelve loco el disco ni me vuelve loco el coqueteo con la miseria y el horror, pero juntos, de alguna manera, funcionan y queda un documental ágil, interesante, en el que tampoco ves el momento de salirte así que te quedas hasta que dan las once y cuarto y entonces, ya sí, a la calle mojada por la lluvia repentina, vacía como si se estuviera jugando un partido de la máxima en cada bar, en cada pub de la calle Cardenal Cisneros. Un jueves que es viernes, como decía antes. El sábado tendrá que repetirse dos veces.