La cara de pillo regordete de David Crosby a través de los años. Esa carita que se esconde sonriente tras George Harrison y Paul McCartney cuando los Beatles iban de gira por Estados Unidos y buscaban compañeros de viaje. Esos mofletes marcados en lo alto del escenario de Monterrey, del escenario de Woodstock. Crosby, pasados muchos años, como entrañable abuelito superviviente en el sofá de su casa: dos infartos, ocho by-pass, un transplante de hígado, miles de adicciones dejadas y retomadas. La pregunta a lo largo del documental viene a ser la misma: "¿Cómo demonios puede este tipo seguir vivo?".
El objetivo de Cameron Crowe es conseguir que Crosby parezca un buen hombre, un hombre afable, divertido, socarrón, valiente, sincero... y sin duda lo consigue. El otro objetivo, más sutil, casi contradictorio, es que nos demos cuenta de que eso es solo una apariencia, que detrás de ese duendecillo se esconde un auténtico demonio. Que no nos podemos fiar de alguien al que sus propios compañeros echaron de los Byrds por su tendencia a la conspiranoia política, alguien que reconoce haberse portado como un miserable con cuantas mujeres entraron en su vida, alguien que nunca supo lidiar con la soledad y el éxito, que se unió a Stills, a Nash y a Young para acabar tarifando públicamente con los tres.
Da la sensación de que la película parte de la convicción de que Crosby morirá pronto y necesitaba un largo epitafio. Demasiada gente esperando una disculpa. En cuanto a su vida, ya sabemos, una auténtica montaña rusa: desde aquel "So you wanna be a rock and roll star?" de mediados de los sesenta al ridículo espantoso del
"Silent night" enfrente de Obama y de medio mundo, cuando el exceso de armonía llevó a algo muy parecido a la desafinación. En medio, altos y bajos. Muchas muertes. Algo de amor, supongo. Varios meses en una prisión de Texas. Un problema con su hija Donovan que se menciona pero no se desarrolla en absoluto y con eso está todo dicho: incluso la carta de despedida de Crosby está llena de borrones.
Aun así, reconozco un cierto estremecimiento como cuarentón frente a su pasado. Todos esos momentos, todas esas canciones forman parte de una tradición casi sagrada que apenas nos preocupamos en respetar. Monterrey, Woodstock, Zappa, Crosby, Joplin, Cass... todo aquello sonaba antiguo y ajeno. No sé bien por qué. Tarde o temprano, como bien dice Crowe, habrá que recordarlo.
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A la media hora de "Ibiza: The Silent Movie", la gente empieza a desfilar en grupos hacia la salida. Puede que pretendan meterse en el pase del documental de Kate Nash o puede que prefieran ver el enésimo empate del Atleti antes que seguir ahí. No les culpo. El volumen, además, está mal graduado y la música retumba por toda la sala de forma desagradable. Vaya primera media hora. Vaya primera hora, de hecho. Lo que prometía ser un repaso a la movida estético-musical de los 60 en la isla se convierte en un aburridísimo desmán histórico con alguna tía en bolas de por medio y algún turgente culete masculino.
Ibiza para
dummies. Ibiza explicada a base de
emojis.
Uno espera algún material original, algún archivo por explotar, pero son todo recreaciones de fenicios y cartagineses y árabes hasta que a la hora, por fin, aparece Franco jugando al golf con ochenta años. A partir de ahí, la cosa mejora porque a partir de ahí empieza el documental que veníamos a ver. El problema, ya digo, es que empieza más de una hora tarde y sin testimonios, sin intrahistorias, sin datos apenas. Ibiza y sus grandes discotecas cambiaron la escena musical de toda Europa, incluso de todo el mundo, pero no hay apenas nada de ello. Algo de éxtasis y alguna imagen de un abanico Locomía. Mucho Abel Matutes.
Estamos, en definitiva, ante un documental que juega en otra división, que pertenece a otro festival, no a uno tan elaborado. Una película que jamás debió haber sido programada por no cumplir mínimos de interés ni de calidad. No me pongas playas llenas de tías en bolas como si eso fuera Torremolinos. Háblame de la extensión de Pachá, háblame de los DJs y de la música que crearon, háblame incluso de la actualidad más allá de los abusivos precios por todo. Del drama de los médicos y los profesores que no pueden pagarse un alquiler en una isla superpoblada, no solo de los camareros que duermen en cuevas.
El año pasado, sin ir más lejos, este mismo festival emitió un maravilloso documental sobre
Studio 54. Supongo que todos esperábamos algo parecido y no actrices poniendo caras. Menos Walter Benjamin y más David Guetta.