martes, marzo 17, 2020

Mientras el universo ronca


Trabajo desde el sofá con el portátil. Es la época de la ausencia absoluta de la privacidad y no sé si por solidaridad o porque ha huido del barrio, el vecino del clarinete ha dejado de tocar día y noche. La ventana del salón da a un patio interior de vecinos. Un inmenso patio interior que junta toda una manzana de pisos. El otro día coloqué ahí un taburete por si quería sentarme a teclear mientras anochecía. No me gustó la experiencia. El polvo que llega de la M-30 arrasa con todo: con mi ropa, con mi pantalla, supongo que con mis pulmones. Eso, incluso en tiempos de cuarentena.

A media tarde, la vecina -habitualmente silenciosa, puede que ya también desesperada o tal vez desinhibida, sin más- pone un disco de grandes éxitos de Los Secretos. De la segunda etapa de Los Secretos, es decir, nada de "Déjame" o "Sobre un vidrio mojado" sino más bien "Ojos de gata", "Quiero beber hasta perder el control", "Y no amanece"... Es molesto pero a la vez es agradable, al menos hasta que la vecina se viene arriba y se pone a cantar y entonces me pregunto qué pensará ella cuando yo me vengo arriba y me pongo a cantar los Beatles o me invento alguna canción para el Niño Bonito o el Rey Sol.

Solo que el Niño Bonito y el Rey Sol ya no están. Tampoco la Chica Diploma. Pasan estos días en casa de sus padres, lo cual es triste pero a la vez es esperanzador, porque quién sabe qué será de esas familias que tienen que estar encerradas quince días con niños de por medio (con bebés de por medio, incluso). Yo ya no canto o canto muy poco. El domingo ni siquiera me quité el pijama y me dejé llevar. Necesito comprar aceite. Por la noche, duermo en mi cama por primera vez en tres meses y sueño con Isa. Sueño con que Isa se rinde, con que salimos de mi casa de Ramos Carrión -yo creo que Isa nunca estuvo en mi casa de Ramos Carrión, pero puede que sí- y me dice que está bien, sin síntomas, pero que lo va a dejar, que no merece la pena, y nos abrazamos porque nos echamos de menos y en el sueño me lo creo e incluso me despierto con ganas de contárselo a todo el mundo: esto es lo que va a pasar. Pero no, no va a pasar, claro, qué tontería.

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A las ocho, obedientemente, salgo a la terraza, solo que a veces hace frío y me meto enseguida en el salón. Otra opción sería abrir la ventana sin más y aplaudir desde ahí, pero me parece poco épico. Toda esta mitología de los balcones está afectando a mi yo estético y ahí me planto a aplaudir en medio de un jolgorio de "vivas" y de niños disfrutando por fin de algo que rompe la monotonía y a veces tengo la sensación de que nos estamos aplaudiendo a nosotros mismos, no ya a la comunidad, sino cada uno a cada uno, una especie de "bien hecho, Guille" que nadie te dirá ya porque ya no hablas con nadie. Bien hecho, ¿el qué? Ese sería otro tema.

Creo que de mi lado del patio se aplaude menos pero probablemente sea una cuestión de acústica. El primer día salí con el móvil para grabarlo todo porque pensé que sería algo especial, un momento único. Al instante estaban las redes sociales repletas del mismo vídeo en distintas versiones. No, no somos especiales. Aplaudimos lo que no vemos y eso es un bonito acto de fe, aplaudimos quizá para espantar, eso también es posible. Nuestra manera de decir "tú o yo, enano, pero yo soy más fuerte". El enano aquí es el virus, por supuesto. A los cinco minutos, a veces más, paran los gritos y las ovaciones. Para entonces, yo ya llevo dos actualizando Google Classroom.

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También tiene que haber tiempo para el ocio. Si consigo concentrarme -no sucede muy a menudo- cojo el libro de Cristina Morales y avanzo unas diez páginas, quince a lo sumo. No es ella, soy yo. El libro, de hecho, me parece de lo más entretenido pero te obliga a pensar y yo no quiero pensar ("You´re taking the fun out of everything, you´re making me think when I don´t wanna think"). Si no consigo concentrarme, me voy a Filmin y me dejo llevar porque Filmin acuna mucho más que HBO o Netflix. Filmin te mima y te susurra "todo va a ir bien" como tú haces con Isa en tus sueños.

Pongo "Retrato de una mujer en llamas" y poco a poco me va llegando la belleza. Muy poco a poco, como si no quisiera molestar. La belleza de ese encierro de tres chicas en un gran palacio. La belleza de las miradas cómplices, de los celos, de la contención. En realidad, la película es un tratado de contención que, como casi siempre, se desborda para luego volver. Ni una sola estridencia. Una naturalidad de pelo en sobaco. El sexo, sí, pero sin exhibiciones. La tristeza. Un tratado de contención y tristeza y una demostración de tres actrices en dulce. A mí, a los 42 años, me cuesta mucho que una película me vuelva a hacer sentir adolescente. Esta lo consiguió. Su amor perdido era de alguna manera cualquiera de los míos.