miércoles, enero 22, 2020

The love you make


Me despierto en torno a las 4.30. El Niño Bonito y yo compartimos cuarto, él tose esporádicamente y murmura expresiones del tipo "quiero mamá" o "papá bueno". El Rey Sol ocupa mi sitio en la cama de la Chica Diploma. De momento, ha tenido a bien no darnos ni una noche toledana. De momento. Come, duerme y de vez en cuando llora sin que sepamos por qué. Todos estamos aún un poco descolocados.

Como llevamos durmiendo desde las once -nunca más tarde-, resulta que ya no tengo sueño y pronto me doy cuenta de que no me voy a volver a dormir o no tan fácilmente. Me duele la nuca, quizá por una mala postura, quizá por un exceso de estrés. De vez en cuando me mareo y me sobresalto y me angustio y pienso en irme al sofá a ver a Luka Doncic pero el partido de Luka Doncic ya ha acabado y solo me queda coger el móvil y repasar las estadísticas.

De repente, me encuentro mirando calles de Londres en Google Maps. Las cinco de la mañana y el padre insomne repasa con la mirada sus paseos de hace veinticinco años por Bayswater Road, por Queensway, por Gloucester Terrace... sus hoteles en Sussex Gardens, la estatua de Peter Pan en Kensington, el Serpentine calmado bajo un cielo extrañamente azul. Londres. Ese nombre solía decirme algo. Solía decirme mucho, de hecho y ahora no sé bien por qué. Qué tendrá Londres que no tenga Corralejo.

Qué tenía Londres más allá de los cuadros expuestos en las verjas de Kensington Gardens, más allá de la luna baja sobre un puente en Saint James´s Park, más allá de la eterna Marylebone Road hasta el cruce con Baker Street, camino del Meliá White House. Espacio, quizá. Sensación de espacio, quiero decir, solo que con los años el ahogo llega a un punto que requiere algo más que casas de dos pisos, requiere de mares e islas al fondo. Londres ya no es un ansiolítico, no es un sedante, hace falta doblar la dosis antes de que lleguen las seis de la mañana en las campanadas de un reloj de pared descompasado.

Orchard Hotel. Donde empezó todo. Edgware Road, donde los McChicken complementaban una dieta de salchichas y fish and chips. Park Lane y sus concesionarios de coches de lujo. Marble Arch, por supuesto. Ampliar y reducir el mapa hasta que pase por fin la noche, pase por fin el insomnio y duerma una media hora final, justo antes de que la alarma anuncie que ya es hora de despertarse, de despertar al niño, de preparar todo para llevarle al colegio. Justo antes de que la Chica Diploma entre con el Rey Sol en brazos, ojos como platos desde las siete de la mañana, y nos salude con su "hola, chicos" y todos nos enredemos en sus piernas.

*

Pero antes del insomnio, el sueño, claro. Un sueño raro, de otro tiempo. Algo londinense, en parte, porque la Chica Langosta es Londres también, es su gesto serio saliendo del metro de Hyde Park Corner y buscando su propio hotel donde trabajar de limpiadora. Si tuviera que definir a la Chica Langosta en una frase sería algo así como "Nunca tuvo miedo", aunque si lo pienso bien, probablemente no sea del todo cierta.

La Chica Langosta, en cualquier caso, en el sueño como visitante. Unos días en Madrid antes de ir a cualquier otro lado. La Chica Langosta joven, muy joven, veinteañera, preciosa, y yo, por supuesto, enamorado de ella, pidiéndole que se quede, que la echo de menos, y ella dudando. La Chica Langosta en algún lugar esperándome. Con el tiempo te das cuenta de que querer a alguien es básicamente esperarle, y ahí está ella y ahí estoy yo -me dejo un café frío y algo de comer en un bar, luego vuelvo- que la abrazo como si fuera a coger un avión a Toulouse y cuando me despierto (cuatro y media, Doncic, cuarto del Niño Bonito) la sensación de que ese sueño tiene sentido, de que no llega veinte años tarde, que es justo el tiempo que le corresponde, sino que hoy es ayer y todos somos jóvenes e insaciables o lo seremos.

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Las partes del libro de Peter Brown que más me gustan son las que no están copiadas del "Shout!" de Philip Norman. Digo "copiadas" pero no sé bien lo que digo porque igual a los dos se les han ocurrido las mismas anécdotas y es todo casualidad. No tiene pinta, en cualquier caso. Había leído que era un libro de cotilleos y lo es, pero a mí me gustan mucho los cotilleos, al fin y al cabo vivo en una casa donde Telecinco y Clan se alternan para copar la pantalla del único televisor.

Es, claramente, el libro de un "outsider", es decir, de alguien que lo ve todo desde fuera aunque, en rigor, esté dentro. Alguien que no es un fanático ni vio su juventud marcada ni una vez pudo tocar a Paul McCartney ni nada de eso. Es el libro de alguien que trabajó con esa gente durante años y que sí, sabe que son estrellas, pero sobre todo les ve como seres humanos. Y así, no tiene problemas en hablar de orgías ni de embarazos silenciados ni de drogas ni de la locura que fueron aquellos últimos dos años en los que ni más ni menos que Alexis Mardas ("Magic Alex") se convirtió en una referencia de cordura.

La heroína, la cocaína, los negocios absurdos, los amigos peligrosos, la música arrinconada... La historia oficial de los Beatles dice que cuando Ringo se fue en medio de la grabación del White Album -no solo es que apenas grabaran baterías en ese disco, es que después de grabarlas, con Ringo ya en casa, Paul se ponía tras los platos y lo borraba todo para acabar guardando su propia versión- todos se pusieron de acuerdo para convencerle de que volviera. No lo cuenta así Brown: cuando Ringo se fue, nadie se dio por aludido, nadie se preocupó por él... y solo cuando él mismo se convenció de que en casa tampoco hacía nada, fue cuando los otros tres le llenaron la batería de flores como bienvenida.

En fin, muchas cosas. Yoko Ono, por ejemplo. Una versión de Yoko Ono como una loca en busca de fama y dinero que probablemente esté demasiado influida por Cynthia Powell, la primera mujer de Lennon. En lo que a Brian Epstein respecta, incluso Norman es más duro y entra en más detalles. Quien quiera conocerlos, que lea ambos libros. Sigue sorprendiendo, cómo no, que todo eso pasara en seis años. Que empezara como fenómeno a principios de 1963 y acabara en verano de 1969. Four seasons in one day. Si cansa leerlo, imagínense vivirlo. Como para no volver a coincidir jamás en un mismo cuarto.