miércoles, septiembre 18, 2019

Menos millones y más cojones



La repetición de elecciones ha llevado aparejada la clásica catarata de insultos contra los políticos como mal absoluto. Entre los tópicos populistas y casi futboleros -una especie de "menos millones y más cojones"- se cuela la idea de que "mi voto no vale para nada" o que simplemente "no nos escuchan". Me atrevo a decir lo contrario. Me atrevo a decir que nos escuchan demasiado. Los políticos, en esencia, no deberían ser más que mediadores en un país en el que, como decía Ortega, se odia a los mediadores y se aboga casi siempre por la acción directa. Un país de taxistas. En ese sentido, han traicionado su propia esencia.

Si no ha habido acuerdo, si no ha habido siquiera una voluntad de acuerdo digna de consideración ha sido precisamente porque nuestro voto cuenta demasiado, porque están demasiado obsesionados con nosotros, porque intentan agradar a todo el mundo. Efectivamente, ahora todo es "relato", todo es material de escrutinio en redes sociales, tertulias amañadas y análisis politólogo. Cada decisión se mide según el número de "likes" que puede arrastrar o la respuesta en redes sociales que puede provocar. Es ridículo. Si los partidos y sus negociadores no se fían los unos de los otros es en parte porque sus votantes les exigen esa desconfianza y no quieren traicionarla. Los votantes gritan: "No ME defraudes" y sus intermediarios llevan el mandato hasta el exceso, es decir, hasta el bloqueo. Hagan lo que hagan, a alguien le va a parecer mal.

Tanto miedo tienen a la reacción popular que están dispuestos a preguntar dos, tres, cuatro veces antes de actuar. Es ridículo, en efecto, pero no porque te estén dejando de lado sino porque se han enamorado de ti, porque de repente tú estás en el centro de todo y tú, como es natural, no te decides. A veces te parecen bien tres ministerios y a veces te parece que menos de seis (y una vicepresidencia) es un insulto. No veo abismo alguno entre los ciudadanos y sus representantes y no lo digo como algo bueno sino como algo malo. Al representante hay que exigirle valor, no excusas. Hay que exigirle que decida por sí mismo y no por sus cuatro millones o siete millones de votantes, cada uno con una visión a menudo contradictoria. Hay que exigirle que deje de mirar Twitter cada cinco minutos y se enfrente a la realidad.

No hay indicio alguno de que los nuevos comicios vayan a cambiar demasiado las cosas: la derecha no sumará y la derecha, digan lo que digan, es la única que se maneja sin complejos. Es muy probable que nos encontremos ante un escenario absolutamente idéntico y, si eso pasara, bien estaría que se separara la campaña de la legislatura, el exceso de la realidad y se buscaran soluciones prácticas que por supuesto no van a agradar a nadie pero que hace que los países, mal que bien, tiren hacia adelante. Dejar de convertir la política en un concurso de popularidad en el que ganar es en cualquier caso imposible y volver a ella como al ámbito de lo posible, de lo preferible, de lo aceptable. Alejarse del hashtag como de la peste. Apagar los móviles -eso incluye el WhatsApp y el Telegram- y mirarse a los ojos. Aprender por qué te han elegido y dejar de pedir permiso para todo cada cinco meses.

En algún lado he leído que todo lo acontecido en los últimos meses representa el final del espíritu del 15-M. A mí me parece precisamente lo contrario: me parece el 15-M llevado a sus últimas consecuencias. Un movimiento nacido de la desconfianza, de ese "no les votes" que por supuesto dio la mayoría absoluta al PP y que acabó bloqueado en sus discusiones internas, en sus purismos y sus repartos. Asambleas y asambleas sin decisión alguna. Quien estuviera ahí, sabrá de lo que hablo. Y sabrá que lo visto estos días no se aleja tanto de aquella impotencia y aquella, también, búsqueda caprichosa de unicornios.