No recuerdo la primera vez que vi a Claudio, pero sí recuerdo la última. Fue durante la Semana Santa de 2016, en el restaurante Miramar, frente a la bahía de San Vicente de la Barquera. Yo venía de una experiencia dolorosísima en el mundo editorial y verlo entrar en aquel sitio, con su familia, con Ángeles... me llenó de tal alegría que le di un abrazo quizá demasiado efusivo. Era la clase de persona con la que no te parabas en estatus o en cargo, simplemente te sentías tranquilo y seguro a su lado.
Lejos de mi intención hablar aquí del López Lamadrid que todos conocen. Me limitaré a hablar del que conocí yo. El de las conversaciones en Twitter acerca del Espanyol, su gran pasión aparte de la literatura. El que me dijo que su casa era la mía cuando fuera a Barcelona, el que me paseó por la Feria allá por 2015 o 2016, cuando mis libros en su grupo editorial ya habían demostrado ser un desastre. Claudio podía parecer distante en ocasiones, la típica persona con tantos pensamientos en la cabeza que nunca parece estar ahí, pero, a la vez, eso tranquilizaba porque sabías que estaría cuando hiciera falta.
Por ejemplo, al poco de enviarle "La estética del francotirador", me contestó con un largo email detallando los aciertos y los fallos de la novela y animándome a publicarla en algún lado porque merecía la pena. No todos los editores hicieron lo mismo y no todos los editores eran los responsables de uno de los dos sellos más importantes en lengua española. De alguna manera, siempre sentí que, mientras Claudio estuviera ahí vigilando, tendría alguna posibilidad. Hace apenas dos horas le decía a una buena amiga: "Si consigo escribir una buena novela, sé que Claudio al menos va a leerla".
Sé que todo esto, desde fuera, no parece mucho, pero lo es. El mundo editorial es un lugar infecto lleno de gente podrida y sin consideración. Claudio, al igual que Miguel Aguilar, mi querido editor en Debate, siempre fueron cariñosos, agradables y profesionales conmigo, perdonándome incluso mi afición al Barcelona. Con ellos no te la jugabas. Creyeron en mí como ha creído poca gente en esa industria y yo siempre tendré la sensación de haberles fallado.
Como todo editor, Claudio tuvo aciertos y errores, pero nunca se conformó. Siempre estaba buscando nuevos talentos, nuevas vías, nuevas narraciones... podría haberse aislado en su torre de marfil pero prefirió bajarse al barro de las redes sociales y el contacto directo con cualquiera cuyo talento le llamara la atención. Su muerte deja huérfana a mucha gente. Sus autores eran algo así como sus hijos, a los que a veces no dudaba en regañar en público cuando discutían entre sí. Siempre creyó en lo que hacía y cuando tenía dudas se guardaba de que nadie las descubriera.
Era un buen hombre. Conmigo fue un buen hombre, siempre. Le echaremos muchísimo de menos.