domingo, febrero 16, 2014

The Vampire Diaries


Leer tu diario veinte años después da para muchas conclusiones, casi para una cada día. A veces me siento tentado de venir aquí y analizar públicamente cada mes: octubre de 1993, marzo de 1994 y así sucesivamente, pero creo que sería un ejercicio de vanidad algo repelente. En cualquier caso, permítanme que me quede con algunas cosas: de entrada, fui absurdamente feliz sin tener conciencia de ello, es decir, yo nunca he renegado de mi adolescencia ni mucho menos pero tampoco creía que fuera tan diferente del resto y, leyéndome, tengo la sensación de que aquella burbuja Ramiro de Maeztu, en aquel momento concreto, no tenía mucho que ver con lo que había fuera y, así, pude pasar de ser un niño sin matices con 15 años a ser un adolescente malasañero con 16 a ser una especie de existencialista pasado de rosca cuando solo tenía 17 años.

Yo envejecí en tres años y luego me quedé ahí parado, hasta que llegaron los 30, es decir, yo he tenido 30 años desde 1995 hasta, aproximadamente, 2011.

Otra conclusión clara es que era gilipollas. Un gilipollas entrañable en ocasiones y un gilipollas con todas las letras en otras. Eso creo que no me diferencia de ningún adolescente, por otro lado, y lo que verdaderamente me da rabia es que tanta gilipollez me hizo perder mucha gente, gente que, por otro lado, insisto, probablemente también tuviera sus dosis de gilipollez adolescente pero que merecía la pena, gente que es tu pasado y que por lo tanto eres tú y que debería seguir en algún lado, igual que siguen las Chicas Willoughby. Nada de lo que soy, nada de lo que escribo, se puede entender sin aquellos cuatro años de instituto y, sin embargo, lo único que quedan son las llamadas puntuales de Dani Pacios, enormísimo cronopio.

Más cosas: esa vida, tal y como aparece, la vida del "¿y esto quién lo paga?", es decir, un "dolce far niente" lleno de partidos de baloncesto, chicas esquivas y sesiones de cine de madrugada en los Ideal, sigue apareciendo apetecible y a mí ya me pilla mayor pero lo bueno de tener un hijo -o lo malo de tener un hijo, eso lo tendrá que decidir él cuando cumpla 37 años- es que puedes proyectar y decir: "Esto lo quiero para él" y puede que sea algo irresponsable pero desde luego tendrá en mí un aliado a la hora de ser libre, elegir sus amigos, sus horarios y hacerlo con responsabilidad. Y, desde luego, como hizo mi abuela, como hizo mi madre, como hizo mi padre, yo estaré ahí para correr con los gastos de vivir, que es caro, sí, pero es necesario y en el fondo tampoco requiere de fuegos artificiales.

Mi padre, por cierto. Es lógico que busque a mi padre en los diarios, cosa que hasta ahora -sí, regularmente los releo, cada cinco años aproximadamente- no había hecho. Lo curioso es que no aparece y cuando aparece lo hace con toda la normalidad del mundo. El resto de mi familia tampoco aparece y eso, en el diario de un adolescente, solo pueden ser buenas noticias, el reflejo de que todo se está haciendo bien. A todos los padres les gustaría que sus hijos hablaran maravillas de ellos, qué ejemplo dan, cómo se sacrifican... pero a los 16 años, eso es imposible, no va a suceder. Álvaro no va a hablar bien de mí a esa edad y, si no habla, o lo hace de refilón, ya será señal de que al menos en casa está tranquilo, que su familia no es un problema más. Pequeños objetivos.

Mi padre, por tanto, es una compañía y nada hace indicar que no fuera una compañía agradable: "Voy a dormir a casa de mi padre", "voy con mi padre a casa de los abuelos" y cosas del estilo. Una vez se dice: "Me cabreé mucho con mi padre" pero no se vuelve a mencionar el hecho: al día siguiente estábamos comiendo juntos y mi máxima preocupación era que A. y la Chica Langosta llamaran cuanto antes, que es la preocupación que todo quinceañero está acostumbrado a tener.

Por otro lado, hay algo que me inquieta, y llega en 1994. Una pulsión algo autodestructiva. Si pongo una distancia y pienso que en vez de leerme a mí estoy leyendo al personaje de una novela, le diría: "¿Pero qué coño estás haciendo, por qué destruir todo de esa manera? Ve ahí y pide perdón inmediatamente". Sí, da la sensación de que después de un Viaje Fin de Curso quizá demasiado intenso -¿y qué sería de la vida sin intensidad, eh?- me cansé de ser feliz y me dediqué a ser cualquier otra cosa. Kurt Cobain, por ejemplo. Me preocupa porque creo que me ha pasado más veces: la puta manía de necesitar barajar las cartas todo el rato, incluso cuando tienes cuatro reyes de mano.

Pueden ser optimistas y llamar a eso inquietud o inconformismo. Muchos lo han interpretado de otra manera, algo parecido a la insatisfacción, y yo no voy a culparles porque tendría sentido. Supongo que yo quería que pasaran cosas que no podían pasar. No digo que querer cosas imposibles sea malo pero sí creo que es bueno saber que son imposibles para no frustrarse y desde luego no diría que en aquel momento era muy consciente de eso. 

El caso es que veinte años más tarde me dedico a lo que quiero, no tengo jefes, estoy casado con la mujer más maravillosa que se puede tener, toda la mañana entregada a tomar medidas para la habitación del niño que llega en junio, y los fantasmas en vida se han convertido en fantasmas en sueño y uno quiere pensar que fantasmas en paz. Lo más importante, quizá, sé que fui un gilipollas y eso no evita que vuelva a serlo o que lo siga siendo muchas veces, pero es un avance. Quizá a los 56, pueda quedarme más tranquilo al respecto.