Tal y como yo lo veo, el encanto de "La isla de las tentaciones" es enfrentarnos a la juventud que soñamos y nunca tuvimos. No así, desde luego, no en una isla paradisíaca, rodeado de lo que parecen buenos amigos, solos contra el mundo y con algunas de las personas más guapas del país intentando hacer lo posible porque nos enamoremos de ellas. En "La isla de las tentaciones" todo el mundo es despampanante y eso es lo primero que le distancia del producto original, "Confianza ciega", donde, a ver, los chicos eran televisivos, por supuesto, pero no modelos -salvo quizá Nube, tía, los hemos perdido- y lo que se vendía cruelmente era la normalidad. Gente normal que sabe que está viviendo una excepción tan ficticia que es capaz de destrozar su vida por alargar un poco más el sueño.
En "La isla de las tentaciones" esto no es así. Tú intuyes que esas personas son reales pero no lo sabes del todo. En rigor podrían ser actores o, peor aún, tronistas. Si veíamos sádicamente a Francine Gálvez para regodearnos en el dolor ajeno, ahora vemos a Sandra Barneda para disfrutar de un espectáculo sensacional. La belleza. "La juventud", que diría Sorrentino, porque Sorrentino sería un excelente director de programa, Sorrentino se pasaría horas y horas viendo el producto e intentando buscar el punto nostálgico, estético, que ahora mismo le falta porque no lo necesita. Son todos jóvenes y guapos y disfrutan de sus cuerpos y del poder que les dieron los dioses y nosotros los vemos y no somos capaces siquiera de odiarlos ni amarlos como se odia o se ama al protagonista de una teleserie turca porque están aún más lejos.
Nosotros, insisto, proyectamos nuestra juventud frustrada de chicos feos, del montón, que quizá estuvieron alguna vez de Erasmus o algo parecido, no sé, que conocieron a la chica o el chico de sus sueños y ni siquiera les devolvió la mirada y abrazamos su ficción haciéndola nuestra, apurando también nuestro sueño -el de verdad, el de la alarma del móvil del día siguiente, de nuevo el tedio, el orden, la prisa, la mediocridad...- para poder sentirnos junto a la cámara parte de esa fiesta, de esa postadolescencia que no acaba nunca. Siempre jóvenes, siempre bellos, siempre juguetones. En "Confianza ciega", la inmoralidad dolía. En "La isla de las tentaciones" se suspende el juicio constantemente, una vida más allá del bien y del mal de cuerpos sinuosos, estatuas griegas. Hay algo allí de "San Junípero" también. Si esperamos al siguiente capítulo es porque sabemos que es lo más cerca que vamos a estar del paraíso en siete días.
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Yo abarqué mucho pero no apreté casi nada. No lo digo con orgullo porque en la vida hay que apretar con cuidado pero sin miedo. Así, conocí a demasiada gente pero muy poca se quedó. Por supuesto, me fascinaron los talentosos como me fascinan los guapos televisivos. Por supuesto, quise ser como ellos, uno más, parte del grupo, la pandilla, la tendencia, la generación... Yo no rehuí en ningún caso el compadreo pero nadie quiso hacer piña conmigo y así me quedé en un grupo de uno. A mí me habría venido genial un mínimo de habilidad social para llevarme bien con la gente. No solo caer bien, sino llevarse bien, insisto, un concepto que me parece prodigioso.
Como en aquellas películas en las que el muerto lo único que echa de menos es no poder haberse despedido, a mí a veces me entran ganas de volver a 2011 y decir adiós a toda esa gente maravillosa. A las jóvenes actrices, los guionistas incipientes, los músicos llamados a llenar pabellones... a todos los que compartían descafeinados conmigo en la Baja Malasaña. A todas a las que hacía partícipes de mis ataques de euforia o depresión, borracho, subiendo la Corredera hacia la calle Churruca. Yo querría al menos volver y decir adiós y pedir perdón por haber desaparecido porque yo no sabía que iba a desaparecer -nunca dije adiós, yo no dije adiós pensando no volver a verte- y mucho menos sabía que no iba a encontrar la manera de aparecer de nuevo.
Porque, al fin y al cabo, yo, escapista había sido siempre, eso no extraña a nadie. Pero eran aquellos tiempos en los que el mundo te esperaba. Otros tiempos, sin duda. Empecé a hacer charlas en YouTube simplemente porque necesitaba escucharos. Durante muchos años mi actividad social, literaria, profesional... fue prácticamente una referencia constante a mí mismo. No voy a decir que hoy no lo siga siendo, pero al menos ahora hay otro. Hay otro que cuenta, otro al que escuchar, otro que se toma la molestia durante una hora de estar ahí conmigo, con el-que-no-está por excelencia. Claro que estoy cansado de poner voces de bebé y estar instalado en la virtualidad. Quién no lo estaría a los 43 años, es completamente impropio. Y sin embargo, no sé volver. No me acuerdo ni de cómo se intentaba.
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El jueves no fue un gran día. A ver, estamos en medio de una pandemia que dura un año, tampoco vamos a pedir euforias baratas. Cuando sonó esto, me puse a llorar sin saber muy bien por qué pero sin poder parar. En Spotify, he cambiado mi lista de reproducción de 1971 por la de 1995. Por lo que sea, después de la ducha, recordé la sonrisa juguetona de M. a la salida de una fiesta en la facultad de psicología. Sonrisas y juegos. Juventud. Lo dicho, tentaciones.