sábado, diciembre 28, 2019

Here comes the Sun King


Las diferencias entre el Rey Sol y el Niño Bonito son tan obvias que me da incluso un poco de apuro ponerlas por escrito:

1- De entrada, el Rey Sol duerme. No es que duerma a tramos, es que es capaz de caer fulminado en la cama después de mamar a las dos de la mañana y seguir así hasta las nueve, cuando no nos queda más remedio que despertarle porque, vaya, en algún momento tiene que comer.

2- Por mitificado que tengamos lo del sueño y por mucho que sea lo primero que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en la anterior crianza, yo diría que lo más desesperante del Niño Bonito era el lloro constante. No ya el lloro, el grito. A las cuatro de la mañana, a las cuatro de la tarde. Acostarte con el grito y despertarte con el grito, con los ojos cerrados, la boca desencajada y la espalda torcida hacia atrás en algo que podría ser reflujo pero que nadie nos supo decir nunca en qué consistía exactamente. El grito y el sueño, juntos, hacían de ser padre una experiencia espantosa, terrible, ante la que solo cabia resignarse, luchar y apretar los dientes. En ningún caso disfrutar.

3- Puede que tenga que ver con lo anterior pero puede que sea distinto: el principal cambio de esta crianza con respecto a la primera no tiene que ver con los niños sino conmigo y diría que es algo parecido a la rendición. Hace cinco años, casi seis, yo aún soñaba con ser un escritor y periodista de éxito, aún consideraba que ese era mi verdadero camino en la vida y que tenía que hacer cualquier cosa por avanzar en el mismo. En ese sentido, pese a todo el amor, pese a toda la entrega, el Niño Bonito tenía una parte de molestia y solo ahora he sido capaz de darme cuenta de ello. El Niño Bonito como obstáculo para ser yo, como excusa para todos mis fracasos profesionales.

Y el caso, ya digo, es que eso ha cambiado. No es que haya cambiado el sábado a las 01.50 de la madrugada sino que llevaba  tiempo cambiando y puede que por fin dicho cambio se haya completado. Puede que, por fin, después de tanto dolor, de tanto sufrimiento, de tanta angustia, de tanto rechazo, de tanta inseguridad... puede que después de todo eso, la escritura ya me dé igual por completo. Puede que haya entendido que cuidar a mis hijos es lo más importante del mundo y que da igual que desde fuera se entienda regular o se vea precisamente como lo que es, ya digo, una rendición en toda regla. Puede que de ahora en adelante siga habiendo libros y siga habiendo artículos pero ya no como fin sino como medio, como el divertimento que nunca debió haber dejado de ser.

Y creo que es importante decir que ese cambio, esa rendición que en el fondo llevaba anhelando diez, quince años, casi desde antes de empezar en esto, por supuesto es mérito de la Chica Diploma pero también es mérito, sobre todo y por irónico que parezca, del Niño Bonito. Porque es él, con su propia entrega, con su propio amor, con su ayuda constante, con su sonrisa, con sus enfados, con su paciencia y su forma de entendernos desde una edad a la que no debería entender nada, la que me ha hecho entender que existe eso que llaman amor incondicional, amor por encima de todas las cosas, y que no solo no es un estorbo ni lo ha sido nunca sino que él ha sido el camino que de verdad me ha hecho conectar con algo mucho más grande que un montón de directores ególatras y editoras psicópatas.

En otras palabras, y esto jamás lo habría imaginado en su momento, sin Niño Bonito no habría Rey Sol. No este Rey Sol, al menos, no estos sentimientos míos hacia los dos y hacia mi familia y este convencimiento de que por fin puedo rendirme porque hay algo que realmente justifica el abandono y no es ya una pataleta sino un apartarse, sin más, un coger distancia, una especie de I am leaving, I am leaving, but the fighter still remains... he still remains.

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Lo de "Rey Sol" me parece una horterada y muy probablemente lo vaya puliendo, pero la hipérbole está justificada: cuando nació el Niño Bonito y aún estaba calmado en el paritorio antes de darse cuenta de que todo mal, me dio por tararearle "Michelle", que siempre me pareció una excelente canción de cuna. Durante estas últimas semanas, he estado pensando qué canción le cantaría a su hermano y después de darle muchas vueltas, me incliné por "Here comes the sun". Lo que pasa es que por alguna razón el parto fue distinto. De entrada, más rápido, que se agradece. De madrugada, además, con el cansancio que eso conlleva. Esta vez, el bebé pasó mucho más tiempo con su madre y para cuando por fin me lo dejaron en brazos, el entusiasmo ya era mucho menor y, sí, las palabras salieron de mi boca, pero sin sentir del todo lo que estaba diciendo.

Aparte, me pareció que recurrir a esa canción era demasiado fácil. Demasiado obvio. Así, cuando mandé el típico WhatsApp a amigos y familiares con la foto del recién nacido y empecé a escribir ese "Here comes the sun..." me di cuenta que era más potente llevarlo de Harrison a Lennon sin cambiar siquiera de disco y añadir lo de "King" al final, que siempre me ha parecido una genialidad. De hecho, en el mensaje original omití la "s" del final de "comes" porque en el disco no la pronuncian... Una semana después, no sé si como reconocimiento de que aquello estuvo bien hecho, el niño abre los ojos e interrumpe el llanto cuando suena el "medley" de Abbey Road y acaba quedándose dormido en "Golden Slumbers", que por otro lado es lo suyo.

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En la cena de Nochebuena mencionamos de pasada esta versión de "While my guitar gently weeps" del homenaje a George Harrison. A las cuatro guitarras rítmicas están Jeff Lynne, Tom Petty, Stevie Winwood y Dhani Harrison. A la eléctrica, la que "llora", está Prince dando un espectáculo. Es una versión preciosa, no tanto por el solo de Prince, que a veces me resulta exagerado y me parece que pierde el punto de verdadero llanto, verdadero dolor incluso, que tenía el original de Clapton en el "White Album", sino por las voces maravillosas de Petty y Lynne y el propio arreglo que permite al de Minneapolis lucirse. Ese continuo "while my guitar gently weeps" de fondo que hace que uno desee que la canción no acabe nunca.

Dicen que Prince actuó no tanto por que le gustaran los Beatles sino por pura admiración hacia George Harrison, punto. Es curiosa la cantidad de músicos americanos que empezaron su carrera en los setenta o llegaron al esplendor en esa década que sentían verdadera devoción por George. A la altura de John, diría. Muy por encima de Paul, al que, en rigor, en la mesa solo defendió mi hermano, con algo de ayuda de mi madre.

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Jueves de documentales deportivos: el de Informe Robinson sobre la Quinta del Buitre es fantástico. Habrá a quien le falten cosas porque resumir doce años de fenómeno en una hora no es sencillo, pero no creo que sobre nada. Como mucho, la inclusión de una canción de Golpes Bajos en la parte de la Movida madrileña. Hugo Sánchez tenía que estar ahí porque Hugo Sánchez era uno más de la Quinta del Buitre por mucho que naciera en México D.F. Quizá podría haber estado Gordillo pero, insisto, no se puede todo. La selección de la temporada 1987/88 como culmen de su trayectoria y la eliminación contra el PSV como gran decepción y punto de inflexión de ese grupo es muy adecuada. Yo, desde luego, como niño, lo viví así. Y aparte, permítanme, qué guapos. Qué guapo Butragueño -a su manera aniñada, de acuerdo-, qué guapo Martín Vázquez con su aire maldito, también un poco George Harrison y qué guapo sobre todo Míchel, aunque eso todo el mundo lo ha sabido siempre.

En cuanto a Pardeza, mi recuerdo de niño de diez años es de madrugada, noches en el Elígeme, no tanto por la bebida sino por la música. De ahí podría salir un spin-off sin ningún problema.

Por la tarde y la noche, me veo los especiales de la ESPN sobre el paso de Michael Jordan por los Birmingham Barons de las Minor Leagues y el que repasa la vida de Dennis Rodman. Del primero, me quedo con lo que debió de suponer para toda esa gente del sur convivir durante casi un año con una estrella de ese calibre e incluyo ahí a sus propios compañeros. Jugaban CON Michael Jordan. Al béisbol, vale, pero jugaban todos los días a algo, lo que sea, con Michael Jordan. La ausencia casi completa de testimonios invita a pensar que igual las relaciones no eran del todo buenas.

Del de Rodman me quedo con todo. Es el gran personaje de la NBA de los últimos treinta años. Un chico sin padre que acaba viviendo en la calle, luego va a la Universidad cuando ya tiene 21-22 años, se convierte poco a poco en una estrella del baloncesto, es medio adoptado por una familia blanca ¡de Oklahoma! y a los 25 años debuta en la liga, gana dos anillos con los Pistons, intenta suicidarse, saca de quicio a David Robinson, se lía con Madonna, se va a jugar con el equipo pop por antonomasia -los Bulls de Jordan y Phil Jackson-, se emborracha todas las noches, se casa, se divorcia, tiene hijos, gana otros tres anillos cumpliendo un rol vital en la cancha y acaba retirándose a los casi 40 en una espiral de autodestrucción que no solo no acaba con él sino que le lleva a hacerse amigo de Kim Jong-Un y Donald Trump quince años después.

Para verlo, ya digo. Y en cuanto a lo que dicen de que cambió la manera de entender el baloncesto, es cierto. La cambió. Yo, en el patio, con doce años, ya no jugaba a ser Magic ni Larry porque obviamente no podía, jugaba a ser Rodman y luchaba cada rebote como si me fuera la vida y basaba mi defensa en forzar faltas al atacante. El problema es que nunca las pitaban.