Hubo momentos que no sé si merece la pena recordar, pero, en fin, ya que estamos... Por ejemplo, los siete días del hospital. Esa sensación de que han cambiado las reglas, de que ya el juego no te pertenece en absoluto. Cada mañana podía traer una sorpresa en la que tú no tenías arte ni parte, solo tu cuerpo. Las noches... creo que ya he hablado de las noches, así que mejor hablar de los días. Tenía un libro sobre Anquetil a mano, pero apenas leía, me faltaba concentración. Dedicaba las mañanas a esperar visitas y a devorar la programación matinal de verano de Telecinco, con sus tronistas y sus anuncios de crédito instantáneo.
Todo giraba, como es habitual, en torno a la visita del doctor. Era un hombre serio pero sensato. Resultado de la ecografía, resultado de la resonancia, resultado de los análisis... un día las cosas iban bien, pero, ¿el siguiente?, ¿qué garantía había? Las enfermeras y enfermeros eran un encanto. Muy jóvenes, probablemente de prácticas. Yo, ahí, era poco más que el número de mi habitación y el diagnóstico en su cuadernillo. Intentaba ser agradable, demostrarles que de alguna manera era especial, pero no lo conseguía. Un número y un diagnóstico y pocos matices.
Al tercer o cuarto día empecé a acostumbrarme. La enfermedad no era tan grave y las tardes se llenaban de visitas. Una vez, incluso, vino a verme mi hijo. Como no le dejaban subir a planta -tampoco habría sido una gran idea- bajé yo al vestíbulo después de prometer varias veces a la encargada que no me escaparía. Él estaba mosqueado porque tenía tres años pero no era idiota. No sé si verme con quince kilos menos, una vía en la mano y un pijama azul enorme como única ropa le ayudó a tranquilizarse. Jugamos un rato a echar carreras y le dejé ganar siempre. Por lo demás, me pareció que ponía una extraña distancia, casi instintiva.
A los cinco días me dieron el alta. Uno no se imagina hasta qué punto su ropa es su vida. Cuando llegué a casa, me pasé la mañana mareado. Mi mujer y mi hijo se habían ido a pasar el día fuera y ahí estaba yo, en la planta de arriba, muerto de miedo. No un miedo a morir, exactamente, sino miedo a volver. Es lo que tienen los diagnósticos difusos. Miedo, también, a dejar de depender de mí mismo, aunque fuera una semana. Un especialito entre tomas de temperatura. Un miedo natural pero algo absurdo, lo sé: todos volvemos y todos morimos, a menudo las dos cosas.
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También estuvo lo de la editorial T. La editorial que me llamó para un proyecto, que me felicitó mil veces, incluso en público, que me encargó tres traducciones y que decidió que no iba a pagarme la tercera porque no les gustaba. No solo porque no les gustaba sino porque yo había hecho todo mal a propósito, según la teoría de la editora, que no dejaba de ver "caballos de Troya" en lo que no eran más que malas interpretaciones o torpezas, sin más. Después de cuatro meses traduciendo y enviando religiosamente cada entrega en su plazo me encontré despedido, insultado y sin un duro. No solo eso, sino que además acusado de estafador.
La verdad es que ahora que lo pienso eso fue peor que lo del hospital y quizá lo del hospital fue una consecuencia, nunca lo sabremos. Los emails llenos de barbaridades, los mensajes de amigos llamando ladrón al atracado, los burofax sin contestar, los contratos sin validez alguna... Conseguí un abogado pero tardamos un año en recibir una respuesta. No digo ya una respuesta positiva sino una respuesta de algún tipo. El libro se publicó, por supuesto, con mi traducción al 95%, pero no se dignaron ni poner mi nombre como autor.
Un Titanic lleno de matones baratos, eso es la sub-industria editorial española.
Podría haberles acusado de plagio y podría haberles llevado a los tribunales por impago, pero todo eso costaba más de lo que podía ganar. Al final, una vez que la editora se hubo marchado a aguas más calientes, el director financiero aceptó pagarme la mitad de la traducción, es decir, más o menos, lo que me había gastado en el abogado. "Entiende que en esta editorial teníamos cosas más urgentes que llegar a un acuerdo por esto", me dijo, y todavía me ofreció seguir colaborando con ellos.
Por entonces, yo ya estaba en otro proyecto con otra editorial, esta vez como escritor. Un proyecto que tenía muy buena pinta y que estaba acordado para su publicación en verano de 2018, pero no pudo ser, claro, porque ellos querían otro Anquetil y supongo que yo no soy Paul Fournel, así que lo más optimista es confiar en que se cumpla el nuevo acuerdo de sacarlo en 2020, aunque eso suponga reescribir el libro de nuevo. Dos libros y una traducción a cambio de quién sabe, ¿mil euros, con suerte? Y luego dicen que el pescado es caro.