miércoles, septiembre 14, 2016

Soy un preadolescente y nadie me comprende



En el sueño, estaba en Barcelona. Poco antes, había sonado el "Baby, I love your way" en la empalagosa versión de Big Mountain, seguramente un recuerdo de las tardes de Kiss FM en el coche de la Chica Diploma. La letra no era la misma. La letra decía algo así como "I had so many days" desde una nostalgia que parecía alegre. Caminaba por la ciudad pero sin tener bien claro qué buscaba, como Bono en un vídeo de los años ochenta. Pasaba por un instituto pero decidía no matricularme otra vez, ¿para qué, más de quince años después de acabar la universidad?

Era un sueño bonito y a la vez ansioso, un sueño de "¿y ahora qué?" mezclado con las obligaciones del pasado, entre las que la matriculación se ve que ocupaba un papel central. Después, me puse a buscar la sede de la COPE, por si seguía teniendo la sección aquella de las madrugadas. En mis sueños, a menudo, soy poco más que aquel hombre de "Memento" que amanecía abrazado a una botella sin saber siquiera si era de día o de noche o cuánto tiempo llevaba allí.

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Mañana en la guardería con el Niño Bonito. No lo está pasando bien y probablemente se me note a mí mucho más que a él. Los demás niños se le acercan para jugar pero él hace un gesto de molestia, como si no quisiera que nadie se le acercara, una especie de preadolescencia adelantadísima. Es fácil pensar que hasta cierto punto es como el padre -¿soñará el androide con ovejas eléctricas?- pero el padre no era así a esa edad o no se le recuerda de esa manera. Los mismos rizos, los mismos hoyuelos, el mismo caminar descompasado... pero un grado menos de alegría, un grado más de algo que parece ira aunque aún no sepamos contra qué.

La psicóloga dice que los dos años son una edad complicadísima. Ya verá cuando llegue a los treinta y nueve, le van a encantar. No gestiona las emociones, al parecer. De repente, lo tira todo al suelo y empieza a pegarme y al momento está dándome besitos y pidiéndome perdón. Los compañeros le miran con cierta perplejidad, como si viniera de muy lejos y hubiera cambiado por completo en solo un verano. Sus caras parecen decir algo como "tío, tú no eres el de antes" y probablemente tengan razón. Ellos tampoco lo son, pero lo disimulan con mucho más estilo.

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Dani Barranquero escribe un comentario en Facebook a mi artículo sobre el pasado US Open. Dice, textualmente: "Es un regalo leerte". Me parece una palabra emocionante, "regalo". Da la medida exacta del elogio sin que resulte presuntuoso, excesivo o inverosímil. Escribir de deporte da pocas decepciones y muchas alegrías, esto es así, y las alegrías suelen tener que ver con gente a la que le gustan de verdad la competición y sus perspectivas. Los que no ven más allá de su escudo suelen limitarse a hacer un mohín e irse a cualquier otro lado.

¿Por qué entonces esta manía de dejar de escribir de deporte? ¿Por qué este anunciar públicamente mi descontento en cada esquina? Puede, simplemente, que el deporte no dé para tanto. Puede, también, que resulte demasiado fácil: demasiadas alegrías para un hombre que maneja la alegría casi con tanta dificultad como su hijo de dos años. ¿Por qué no escribir de deporte si el deporte se puede entender como una metáfora constante del mundo? Supongo que el tema no tiene la culpa, que el problema es la restricción, todo lo que queda fuera del círculo.

Yo soy muy de mirar lo que queda fuera del círculo. La parte vacía del vaso, que diría un cursi. Luego llega Dani Barranquero y le da un poco de sentido a todo. En efecto, podría ser mucho peor, podría pasarme el día escribiendo sobre Rajoy y Sánchez y estoy convencido de que nadie lo agradecería. De ser algo, me consideraría un escritor de momentos. La música tiene los suyos -hablamos de alguien a quien se le cuela hasta Big Mountain en su subconsciente-, igual que la literatura o el cine, pero están ahí, a la vista de todo el mundo. Sacarle punta a un jugador de béisbol de los años treinta ya no es tan sencillo. O eso quiero creer, claro.