domingo, enero 31, 2016

El jugador


Iba a hablar de "La gran apuesta" pero me ha dado tiempo a ver "El jugador" en el iPad mientras comía y al fin y al cabo se trata de la misma cosa: ludopatía. Yo, que sé que nunca seré un alcohólico ni un drogadicto, soy perfectamente consciente de que podría ser un ludópata a poco que me lo propusiera, lo que probablemente quiera decir que ya lo soy, solo que no ejerzo como tal.

O muy poco.

Cuando al padre de Michael Jordan le preguntaron por la afición de su hijo al juego, se limitó a contestar: "Michael no tiene un problema con el juego, tiene un problema con la competición" y luego soltó una sonrisa para quitarle hierro a todo. Un par de años después apareció tirado en un río. Su asesinato siempre estuvo envuelto en demasiadas tinieblas. Jordan dejó el baloncesto, se fue al béisbol, luego volvió al baloncesto e incluso cuando ya lo había ganado todo quiso meterse de nuevo en la ruleta, solo por el placer de la adrenalina, liderando a unos horribles Washington Wizards por los que nadie daba un duro. Y esta vez, por supuesto, ganó la banca.

Dinero fácil. Puede ser la competición, sí, pero también es el dinero. El primer caso está claro en "La gran apuesta", una buena película, aunque con la duda que siempre despiertan esos intentos de hacer un documental pero con actores, como si quisieran dejar algo de ropa en la orilla por si acaso. Millonarios que quieren ganar más millones, adictos a la cocaína que no pueden sentarse cinco minutos sin tener que comprar o vender un bono o mil bonos o treinta millones de dólares en bonos. El mundo de las cifras que no existen.

El segundo caso sería, en parte, el de "El jugador". Digo en parte porque el personaje de Mark Wahlberg, algo cargante, pretende no salirse nunca de la estética, pero los que le rodean no tienen esa coartada -ya se sabe, son coreanos, negros o gordos, gente cuya vida, a lo Scott Fitzgerald, no admite segundos actos-. El inframundo de las mafias y del rojo o el negro. Chicos de instituto que se dejan alquilar por partidos, profesores de literatura que no apuestan si es por menos de diez mil dólares.

Con todo, la mejor frase de la película es de John Goodman, y probablemente ni siquiera sea de esa película porque me parece haberla oído antes en algún otro lado: olvidarte de ser dios y limitarte a ser humano. Ni siquiera un humano suicidófilo sino un humano, sin más, al que nadie le toque las narices. Soñar con que la suerte te lleve a ganar el dinero suficiente como para decir "que te jodan" a todo el mundo. De algún modo, creo, todos soñamos eso. Que te lo pongan al alcance de la mano, que te lo vendan como posible, que te llenen la programación de entusiastas apologías del delirio, es lo que más me cabrea de todo.

Porque sí, es un delirio. Y aunque no lo fuera, aunque consiguieras ese dinero, como hicieron los bancos, como hace Mark Wahlberg y como sin duda ha debido de hacer John Goodman toda su vida, lo volverías a poner sobre la mesa.

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Por cierto, la Chica Diploma y yo salimos algo devastados de la primera película, la de los ludópatas millonarios. Confirma nuestras sospechas de que el barco va a volver a hundirse de nuevo, muy pronto. En parte es preocupante y en parte no porque estoy convencido de que la película se ha hecho para eso: para que un chico y una chica en sus treinta y pico, con un hijo y un pie fuera ya de la clase media salgan pensando que al menos sus sospechas son ciertas.

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Estuvo Montano en Madrid y nos vimos. Es el único escritor o periodista o como lo quieran llamar con quien tengo algo de trato. Nada personal, uno no siempre elige a sus afines. Montano, sin embargo, sí es una elección, o ambos somos elecciones mutuas, más bien, y no creo que sea casualidad. Los dos tenemos algo de francotiradores. Él es algo mayor que yo y a veces me ve cómo un hermano pequeño, siempre con la queja en la boca, a punto de echarse a perder... e intuyo que incluso dentro de su vitalismo nietzscheano le da algo de pena. Como Holden Caulfield intentando salvar a Phoebe del campo de centeno.

Por mi parte, yo siento que tengo a alguien a quien escuchar, alguien que será honesto porque no sabe ser de otra manera y alguien que se molestará en escucharme sin complacencias. Alguien con quien desgarrarse. La amistad no tiene por qué ser necesariamente eso; de hecho funciona mucho mejor como simulacro, pero en nuestro caso no podría ser de otra manera. Por eso, supongo, nos mojamos bajo la lluvia de un jueves tarde y acabamos aferrados a nuestras fantas de naranja, él sacando fotos a través del cristal, las gotas de lluvia cayendo poco a poco y codificando un taxi; yo, descorazonado, inmerso en una verborrea agitada, como salida de una olla-express recalentada.

Pienso en todos los años en los que pude hacer más amigos de este tipo. Amigos que la gente consideraría "útil" para un aspirante a escritor, amigos a los que recomendar o que te recomienden. Amigos justo por encima o justo por debajo del escalafón. Los años de después de la universidad o los de la madurez fingida. No es que yo no estuviera ahí, simplemente es que estaba bailando. Bailando con las chicas más guapas.

Eso tampoco quiere decir que todos los bailes tengan que tener la misma música pero al menos en los míos sonaba la que a mí me gustaba.