lunes, abril 20, 2015
Grounded
Si yo fuera un actor o un director o un guionista o incluso un productor y me tomara en serio mi oficio, probablemente detestaría el Festival de Málaga, su preocupación constante por el estatus, su condición de hoguera de vanidades, las groupies chillando a la puerta del AC Palacio a cualquiera que lleve una acreditación. Las fiestas para los que sí y las fiestas para los que no. El dominio completo de las cadenas de televisión sobre el mercado cinematográfico, la decisión de quién estrena y quién se queda en segunda fila. El reparto del pastel.
Sin embargo, no soy actor ni director ni por mucho que me empeñara durante un tiempo puedo considerarme guionista, así que solo puedo mirar Málaga y su festival desde una infinita envidia, la de la ciudad que me ha hecho tan feliz tantas veces pero al menos un par de ellas en abril: cafés y refrescos con Irene de Lucas mientras veíamos al Barcelona empatar con el Valencia, cambios inopinados de hotel, pases matutinos en condiciones discutibles, los chicos de "Freek!", las sorpresas de ZonaZine, el entusiasmo de todos los que están dentro de esa burbuja inmensa que desde fuera es tan difícil de entender.
Los que sienten que han llegado, porque el cine es, quizá, junto a la literatura la industria donde más gente está atenta a cuál es tu lugar en el escalafón y se ocupa de recordártelo mil veces. Si a eso le sumamos que es una industria de egos castigados, tenemos una combinación explosiva. Sea como fuere, ver ahí a Dani Pérez Prada, a Cristina Gallego, a Manuela Moreno, a tantos compañeros de noches madrileñas y estrenos en la plaza de Callao me resulta entrañable y solo deseo que sean felices, tremendamente felices, sin importarles si a las doce el coche se convierte en calabaza o no.
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De hecho, pensando en el tema, yo creo que lo que siempre me ha faltado para ser algo es el empeño. Falta de compromiso, si se quiere. Constancia, que diría Diego Salazar. La apuesta de decir "yo quiero ser esto" y asumir las consecuencias. Astucia. No supe ser periodista de verdad, no supe ser escritor, no supe ser guionista... nunca adopté las poses necesarias ni probablemente el tiempo, el sufrimiento, la agonía. Sí creo que tuve el talento, porque sin empeño ni talento es muy complicado haber hecho todo lo que yo he hecho, pero con eso, ay, no bastó.
Probablemente, en lo único en lo que sí me he dejado la vida es en las mujeres. Una pasión casi ludópata por la seducción propia y ajena. Una colección constante de historias y momentos que vienen a la memoria constantemente. En ese sentido, se puede decir que soy un triunfador y que mi esposa es mi estatus. El amor de mi esposa, su entrega en los bares de Malasaña, su manera de decirme que sin mí no sería nada, la misma canción que yo llevo tarareando todo el día pensando en ella. La Chica Diploma y el Niño Bonito. Lo dicho, no es casualidad, yo solo quise ser el mejor en una cosa y esa cosa era conseguir la mujer más preciosa y más inteligente. La que me acompañara toda la vida.
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En la presentación del libro de Luis Magrinyà, discutimos Alfonso Monteserín y yo sobre la diferencia entre torpeza y mezquindad en el trato humano. Es importante distinguirlas. Alfonso ve torpezas donde yo veo mezquindades porque Alfonso es mucho mejor persona que yo. Es, en cualquier caso, una presentación divertida de un libro que anuncia emociones fuertes. También es una constatación de la falta de empeño de la que hablaba antes: todo el mundo cita libros y autores que yo jamás leeré, para los que nunca encontraré el tiempo preciso. Me agobio, me deprimo, me agarro a la barra del bar y salgo de Tipos Infames con cuatro libros nuevos en una bolsa tapada por otra bolsa contra la lluvia. Se quedan en la estantería, junto a todos los demás.
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Debate, mi editorial, publica un libro sobre Podemos. Se llama "Asaltar los cielos". Jacobo Rivero, mi buen amigo, publica un libro sobre Podemos con Planeta. Se llama "Objetivo: asaltar los cielos". Hay ahí una metáfora de cómo funciona la industria literaria en nuestro país pero no tengo muy claro cómo formularla. En cualquier caso da la sensación de que llegan tarde: el libro del momento lo tendría que escribir, con su crudeza habitual, como uno de sus "fisking classics" de Factual, José María Albert de Paco sobre Ciudadanos.
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Cumpleaños de Rocío y Carol en Ayllón. Pequeña guardería de distintas edades. Mi hijo pegando a los hijos de los demás, algo que empieza a preocuparme seriamente. Por lo demás, una velada magnífica, con su chubasco de primavera y su paseo junto al río incluidos. Álvaro habla del Hay Festival y yo hablo de Medina y siento que echo de menos algo que se puede calificar de "bohemia" pero yo prefiero llamarlo "sensibilidad" cuando hablo con la Chica Diploma, aunque le dejo claro que no tengo ni idea de cómo definir ese término.
En la ida y en la vuelta, bajo un aguacero descomunal, pasamos por Pajares de Fresno. Al verlo, le digo que ese era el pueblo de la Chica del Nombre Langosta, pero el nombre en sí no le dice nada, precisamente por su condición voraz, así que tengo que especificar: la Chica Langosta, sí, la de siempre. En Pajares de Fresno pasé una noche extraña hace unos años, en torno a veinte: mi hermano y sus amigos tocaban en un pueblo de Ávila. Tomamos allí las copas y nos dividimos en coches para ir a su casa y acabar la borrachera.
Por supuesto, yo debería haberme vuelto a Madrid, de haber tenido la oportunidad, pero quise apurar el desencanto hasta la última gota y me fui a aquel témpano en mitad de la nada donde dormí tapado por dos mantas en su cama, solo para decir que había dormido en su cama, porque ella eligió cualquier otro lugar. Cuando le explico a mi esposa que la Chica Langosta y yo discutimos en cuatro países distintos me dice: "Eso es muy tuyo, te gustaba porque te metía caña", pero la realidad era mucho más triste: si discutíamos era precisamente por su indiferencia, o más bien por mi dificultad para aceptar su indiferencia.