Cuando me recuperé de la ruptura con T. -me tomó unos diez meses, puede que un año- me dio por decir que nunca volvería a salir con una chica que no supiera qué era "el club de se dejaba llevar". Era una manera como otra cualquiera de decir "mi reino no es de este mundo", uno de los ataques recurrentes de estupendismo que me dan de vez en cuando y que en aquel momento tenían que ver con un cierto vitalismo, una especie de "aquí se está bien y si alguien quiere entrar va a tener que acertar muchos enigmas".
Eran días raros, como todo día que merezca la pena. Los Lakers ganaban anillos y mi hermano y yo repetíamos todas las coletillas de Andrés Montes, absolutamente todas. La magia de Andrés era la magia de los perdedores y de eso se dio cuenta pasados unos años. Si he de ser sincero, al principio me resultaba insoportable y eso que yo ya le escuchaba en la radio, junto a Siro López, cuando el Barcelona de Aíto sufría por esas canchas holandesas en las Copas de Europa de los años ochenta. En la radio, Montes era pasable, en televisión era un histrión. Luego le pasó algo parecido en La Sexta pero afortunadamente a mí el fútbol por entonces no me gustaba tanto.
Cuando se calmó, cuando se dio cuenta de que no tenía que agradar a nadie, que le bastaba con ser como era, Montes ganó mucho porque dejó de ser un comentarista para convertirse en un modo de vida. Montes era ese gesto de la "cuesta de los elefantes" con los socios cabeceando y diciendo "este Atleti...". En ello influyó mucho Antoni Daimiel, por supuesto, que sabía manejarle y darle el contrapunto a la perfección. En mi opinión, el mejor Montes no se entiende sin Daimiel porque Daimiel le daba conversación cuando era necesario, le permitía las bromas, se las devolvía, mitigaba la locura y a la vez la gestionaba hacia algo más humano.
Montes y Daimiel se convirtieron en humanos, no en expertos, y de hecho cuando se ponían con el libro gordo de Petete resultaban un poco irritantes porque a nosotros los Warriors y los Sixers nos habían empezado a dar un poco igual y nos interesaba qué demonios había pasado en el verano del 99, qué había que hacer para abandonar el Calabassas Club o por qué el talento estaba bajo sospecha. Entiendo que para muchos resultara molesto, incluso agotador, porque hay gente que se levanta de madrugada o se acuesta de madrugada porque le gusta el baloncesto y no quieren saber si el comentarista liga mucho o poco... pero a nosotros la realidad nos estorbaba como de alguna manera parecía estorbarles a aquellos dos locos, esa pareja en la que uno parecía dirigir al otro cuando en realidad era al revés.
Por lo demás, mi época de estupendismo montesiano culminó una noche de sábado en la que convencí a la Chica Ratón para que se viniera a casa a ver una película y cuando acabó no se me ocurrió otra que ponerle un Lakers-Sixers grabado y explicarle quién era "Memorias de África" Mutombo. A la Chica Ratón le había costado bastante decidirse a venir ya de entrada porque sabía lo que le esperaba y esas son las decisiones que no salen en las películas, las pequeñas decisiones que forman relaciones y vidas. Lo que no comprendo es cómo no salió huyendo después de eso. No sé si algún día supo qué era "el club de se dejaba llevar" pero le hacía gracia que imitara a aquel personaje de gafas redondas y pajarita.
Andrés Montes me hacía un tipo gracioso y eso se lo agradeceré siempre. Nos convirtió a todos en una panda de locos y fue precioso. Una locura con su propio lenguaje y su vocabulario exclusivo, es decir, una secta. Y aquel hombre improbable, como sumo sacerdote.